Cristóbal Ruiz Román, Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
La educación social se construye en base a las relaciones entre las personas. Y las relaciones entre personas a veces quedan demasiado mediadas por las etiquetas sociales. En nuestra profesión cada vez se introducen más etiquetas sociales: “MENA”, “usuarias”, “beneficiarios”, “discapacitada”,… y así un largo etcétera de etiquetas generadas tanto desde el ámbito científico, como desde el ámbito profesional, como desde la propia sociedad. Todas estas etiquetas no solo tienen el poder de determinar las relaciones educativas, sino que también tienen el poder de marcar la esencia más profunda de nuestra profesión. Las etiquetas no sólo configuran nuestro pensamiento, sino que configuran la esencia y el sentido de la educación social.
Social education is built based on relationships between people. And relationships between people are sometimes too mediated by social tags. In our profession, more and more social tags are being introduced: “MENA”, “users”, “beneficiaries”, “disabled”… and thus a long etcetera of tags generated both from the scientific field, as well as from the professional field, as well as from society itself. All of these tags not only have the power to determine educational relationships, but also have the power to mark the deepest essence of our profession. Tags not only shape our thinking, but also shape the essence and meaning of social education.
Cualquier relación educativa se torna inviable si hay barreras. Las barreras separan. Las barreras aíslan. Las etiquetas actúan a modo de barreras entre las personas, provocando una separación entre ellas. Cuando se etiqueta a una persona, se está generando un distanciamiento con respecto a ella. Probablemente un distanciamiento que tenga que ver con la necesidad de reafirmación propia. Pero el etiquetaje no solo es un acto de reafirmación en relación al Otro, sino que es un acto de opresión: “Cuando me dicen moro, parece que soy de otro mundo, como una persona de menos”. Así lo expresa Alí, un joven que nació en Marruecos y que lleva muchos años viviendo en España. No se puede definir mejor. Ser etiquetado es ser arrojado a “otro mundo”. O mejor dicho, y como dice literalmente Alí, “parecer que se es de otro mundo”.
El verbo que introduce Alí, el verbo parecer, nos revela un matiz importante. A Alí se le etiqueta para que parezca que es de “otro mundo”, para que parezca “una persona de menos”. Pero cuando Alí utiliza el verbo parecer, desenmascara que todo es ficticio. Que la estigmatización, ese intento de reducir y clasificar a las personas con etiquetas, se basa en el engaño de hacer parecer. Las etiquetas son una a-pariencia. Y una apariencia, tal y como define la Real Academia Española es algo que parece y que no es. Algo que no es real. Es decir que el etiquetaje sería como un juego social mediante el cual se hacer creer que la otra persona es lo que no es. Hacer parecer que el otro es una persona de segunda categoría: “como una persona de menos”. El etiquetaje no tiene otro fin que reducir, subordinar o excluir a la persona, pero nunca reconocer su dignidad.
Los estigmas, las etiquetas, son una generalización superflua que se asigna a un grupo diverso de personas. Se les pone una misma careta a múltiples personas; se reduce la realidad, se hace menos bella. Se le coloca una misma etiqueta a un grupo de personas que irremediablemente son distintas y se consideran como tal. Por eso, las etiquetas que se asignan a los grupos no son más que una generalización vaga y ficticia. En la realidad no existe el “moro”, el “MENA, el “discapacitado”. Todas ellas son categorías sociales que antes que reconocer a la persona, la reducen. Las etiquetas son una cosa, una abstracción conceptual, una categoría social. La realidad son las personas, y las personas son mucho más complejas e insondables que esas etiquetas reduccionistas que, antes que reconocer a las personas, hacen “parecer” lo que no son.
De este modo, con el reduccionismo de determinar quiénes son y condicionar el rol de esas personas dentro de la sociedad, las etiquetas sociales cosifican a las personas. Son como una prisión en la que la persona queda encasillada, son como una careta que se les pone forzosamente. Toda su individualidad y subjetividad como persona, queda sometida a esa etiqueta, a eso a lo que el estigma le ha reducido: una sola faceta -irreal- del cosmos que la persona encarna. Por eso el estigma es reduccionista, porque reduce la persona a una cosa, a una etiqueta, a la abstracción conceptual que representa. Hablamos de cosificar, de comprimir y simplificar el complejo “SER” de la persona, al superfluo “PARECER” de la etiqueta.
Lo mismo que expresaba en las líneas anteriores Alí, le ocurre a muchas personas que, por diferentes circunstancias de su vida, son etiquetadas como “Discapacitada”, “MENA”, “Toxicómano”… Y así no es extraño que sientan cierta sensación de estupor cuando no son reconocidas como la persona que sienten y saben que son. Como decía uno de los personajes de José Saramago: “A veces, tengo la impresión de no saber exactamente lo que soy, sé quién soy, pero no lo que soy, no sé si me explico” (El hombre duplicado, 2002). Para muchas personas el ser estigmatizada significa tener que afrontar que la han convertido en una cosa: una careta. Una careta que le han impuesto, no que se han puesto ellas mismas. Algo, que por tanto, les han puesto para identificarlas, pero con lo que no se sienten identificadas. Una experiencia desconcertante: tener que convivir con eso que te dicen que eres, las personas que no saben quién eres. Y con esa cosa, con esa careta, han de ir cargando. Con toda la carga peyorativa y discriminadora que ha sido conferida a estas etiquetas.
Y es que, además de ser simplistas y reduccionistas, estas etiquetas no son neutras. Todo lo contrario, las etiquetas están cargadas de valor: “parece que no soy de este mundo”, “como una persona de menos”. En efecto, tras toda etiqueta hay un juicio de valor que tiene una importante función social nada inocua: determinar y definir posiciones sociales. Etiquetas como el del “moro”, “discapacitada”, “MENA”, “usuario”, son generadoras de un orden social y otorgan unas posiciones sociales tanto para el que las genera como para el que las recibe. De esta manera el juego del etiquetaje termina evidenciándose como una forma de control social de unas personas sobre otras. Son una forma de poder, donde unas personas establecen a otras en un lugar y en un papel determinado. Lo podemos ver muy claramente en etiquetas de nuestro ámbito profesional que convierten a las personas en “beneficiarias”, “usuarios”, “infractores”, “menores”… Palabras, roles y etiquetas que tienen que ver con relaciones de subordinación y control propias de las lógicas de dominación. Producciones en definitiva generadas en las esferas científico-técnicas y culturales hegemónicas que constituyen una forma de control social (Ruiz-Román, Calderón-Almendros y Juárez, 2017).
Desde la profesión de la educación social se hace del todo necesario poner en marcha procesos educativos que combatan la estigmatización, si no queremos que la esencia de la profesión queda hipotecada por estas etiquetas, cuya lógica, lejos de reconocer la igualdad entre las personas, es la de acentuar la desigualdad entre las mismas. Estos procesos educativos requieren un trabajo constante y concienzudo, por cuanto supone subvertir las posiciones de privilegio y el poder consolidado de las etiquetas arraigadas en la cultura hegemónica y en la propia profesión. Ahí la educación social tenemos su gran reto, creando plataformas y espacios donde la cultura hegemónica y las propias categorías utilizadas en la práctica profesional puedan ser discutidas y reinterpretadas. Abriendo espacios en los que las personas puedan sentirse más libres y más acompañadas ante la vorágine de un pensamiento cultural que convierte a la persona diferente en “una persona de menos”, en una “usuaria”, una “discapacitada”, arrojada a esos “otros mundos” o “submundos” donde quedan sometidas.
Cualquiera de nosotros, educadores y educadoras, puede poner en marcha estos procesos de Reconocimiento. Acciones de Reconocimiento subversivo que generen pequeñas comunidades de resistencia que puedan cuestionar y reinterpretar los estigmas de la cultura hegemónica y las etiquetas científico-técnicas (Soler, Planas y Núñez, 2015). Personas del ámbito académico, profesional, comunitario,… todas estamos llamadas a sumar en esta tarea de reconocer a las personas más allá de las etiquetas sociales. Son precisas sinergias comunitarias, profesionales y académicas que vayan resistiendo a las interpretaciones y prácticas deshumanizadoras que no solo nos hace menos humanos sino que desvirtúa el potencial transformador de la Educación Social. Cuando un grupo o un colectivo se enfrenta a la deshumanización y reconoce a la persona que ha sido vilipendiada, ese acto de resistencia, ya constituye en sí un acto de humanidad. Un acto de humanización en el que ambos, persona y colectivo se empoderan y se afianzan en la construcción de una cultura no homogeneizadora y exclusora, sino transcultural y liberadora.
También es preciso aprender a humanizar las relaciones frente a la cosificación y la dominación que impone la estigmatización. Y qué duda cabe que la vía más directa para humanizar las relaciones es a través del encuentro. La forma de encuentro más profundo con la persona es el tocarse. Por eso el encuentro más educativo, no solo será el que nos conozcamos y re-conozcamos, sino que será el que nos permita “tocarnos”. El tocarnos nos ayuda a materializarnos como personas, o lo que es lo mismo a personalizarnos. Cuando toco y me dejo tocar ya hay una persona real, no una careta, no una cosa artificial. El contacto de piel con piel es probablemente la forma “más personal” de relacionarse. El tacto nos permite reconocer y apreciar al Otro y su ausencia nos deja tocados.
La crisis del COVID-19 puso en cuarentena los contactos físicos. Y si cabe, una de las consecuencias más desconcertantes de la pandemia que vivimos en 2020 fue la imposibilidad de tocarnos y mostrar afecto, sobre todo en la vulnerabilidad. No poder abrazar, besar, coger de la mano… a las personas enfermas que sufrían, a las personas mayores que vivieron solas en el aislamiento, a las personas que perdieron un ser querido durante el confinamiento… fueron parte de las dolorosas consecuencias del confinamiento. La imposibilidad de tocarnos, nos dejó algo “tocados”, coartando algo tan humano como nuestra capacidad de manifestar afecto y cuidar al otro.
Tras la pandemia, la educación en general y de la educación social en particular, tienen el reto de recuperar el valor de tocar para “quedar tocados” (en este caso positivamente). La expresión “quedar tocados” nos evoca a un estado de afección emocional. Y la educación social nos da una maravillosa oportunidad de que las personas quedemos afectadas y vinculadas las unas a las otras. Que la otra persona se convierta en parte de mis afectos, y no solo se quede en el mundo de las ideas abstractas, de la virtualidad o de las cosas (cosificación).
Ya vimos que la cosificación también dejaba afectadas y tocadas a chicas y chicos como Alí y a quienes lo etiquetan. En este caso, afectados y afectadas negativamente. Porque tanto la persona que etiquetaba como la que era etiquetada no quedan “afectadas y tocadas” por un ejercicio de respeto, empatía o ternura, sino por una acción de infravaloración. Por eso la acción de estigmatización produce un daño emocional, porque es un acto de deshumanización, donde las personas son tratadas, sin tacto o con un tacto violento mediante un menosprecio más o menos explícito… Vivencias que ha experimentado tanto Alí como quienes le estereotipan. Vivencias donde la empatía, la sensibilidad, o el tacto han brillado por su ausencia.
Es preciso cambiar este tacto violento, por un tacto afable y cuidadoso. Es preciso cambiar la insensibilidad por la sensibilidad. Es preciso aprender a subvertir esas formas despiadadas de relacionarnos, por modos de relación más amables. Para ello es preciso que nociones como la amabilidad, el cuidado, la empatía… se conviertan en el fin y en la forma de educar. Para ello, y en la experiencia concreta de la estigmatización, necesitamos una educación que haga que las experiencias emocionales fruto de una falta de tacto (o de un tacto violento) no sigan encubiertas. Una educación que atienda y no deje en penumbra esos sentimientos despiadados, forjados desde los estigmas y que dejan dolorida a la persona. Como ya venimos reiterando, se hace necesario desenmascarar lo que hay detrás de tanto etiquetaje social, y con ello cuestionar las relaciones de poder, la huella emocional o incluso las heridas que deja entre las personas. Es preciso atender estas heridas con experiencias educativas de reconocimiento y cuidado de la persona. Experiencias que permitan reconstruir otro tipo de relaciones y sentimientos más fecundos entre iguales. Por ello reivindicamos el encuentro como una fabulosa oportunidad educativa. Una excelente oportunidad educativa que brindará la posibilidad de reconocernos.
Ruiz-Román, C., Calderón, I. y Juárez, J. (2017). La resiliencia como forma de resistir a la exclusión social. Pedagogía Social. Revista Interuniversitaria, 29, 129-141.
Soler, P., Planas, A. y Núñez, H. (2015). El reto del empoderamiento en la Animación Sociocultural: una propuesta de indicadores. Animación, territorios y prácticas culturales, 8, 41-54.
Cristóbal Ruiz Román. xtobal@uma.es