Judit Gonzano Arjona, educadora social
En un momento dónde parece extenderse el igualitarismo, en el que se hace notorio el impulso para la generación de nuevos paradigmas que aborden aquellas cuestiones de índole social; cuando parece que todos los esfuerzos van destinados a procurar nuevos contextos que des-enfermicen a las personas que se desvían, seguimos observando que el peso del marcaje que supone un diagnóstico de una patología o trastorno mental es excepcional. Las respuestas a la locura que atemoriza siguen inscritas en las lógicas de los dispositivos de confinamiento y control social. Un ejemplo, puede ser la modificación de la capacidad de obrar en personas con problemas de salud mental. El objetivo de este ensayo es, entonces, invitar a la reflexión sobre la incapacitación legal como respuesta a la ingobernabilidad de la patología mental, así como sugerir a la Educación Social como profesión angular en la posibilidad de preservar la dignidad de las personas sujetas a este procedimiento judicial.
At a time where egalitarianism seems to prevail, in which the generation of new paradigms that are focused to these social issues are obvious; when it seems that all efforts are destined to reach new contexts that reverse the concept of unhealthiness in people with disabilities, yet we continue to observe that the weight/stigma of the label that a diagnosis of a pathology or mental disorder implies is exceptional. The responses to the madness that frightens remain part of the logic of the dispositives of confinement and social control. An example may be the modification of the ability to act in people with mental health issues. The aim of this essay is to invite to ponder about the legal incapacitation in response to the ungovernability of mental pathology.
Contribución aceptada por el Comité Científico del VIII Congreso de Educación Social
El único problema de la gente que transita
son aquellas personas que les impiden el pasoRoy Galán
Son muchos los autores contemporáneos que sugieren la figura del otro como cuestión inexcusable para conseguir una mayor y mejor comprensión del ser-en-común de los hombres, de aquello que los universaliza, de la comunidad. Así mismo, en un momento de decadencia del monismo moral, así como de extensión y profundización en derechos, y la aparición de nuevos contextos expuestos a diversidades multifactoriales, se pone de manifiesto una importante lucha para y por el reconocimiento.
De la mano de la filosofía hegeliana, y en concreto, adentrándonos en la fenomenología de la conciencia, entendemos que “el reconocimiento designa una relación recíproca ideal entre sujetos, en la que cada uno ve al otro como su igual y también como separado de sí”. Se estima que esta relación es constitutiva de la subjetividad: uno se convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser reconocido por él (Fraser y Honneth, 2006, p. 20).
Siguiendo a Honneth (2010), podemos establecer que pueden darse tres formas de reconocimiento: emocional, jurídico y social , así como también puede acontecerse un no-reconocimiento -menosprecio, humillación, el no-respeto a su dignidad-; violencia dirigida a la identidad de una persona o grupo qué, según el filósofo y sociólogo alemán, puede provocar la “muerte psíquica” o la “muerte social”.
El reconocimiento, señala Canimas (2011, p. 29), implica el ahogo de la que en otro tiempo fue una de las reglas de oro de la moralidad: “no hagas a los demás lo que no quisieras para ti”. Con el tiempo, y lo tomaremos como una suerte, podemos sospechar que, en muchas ocasiones, aquello que lo que nosotros queremos o deseamos, no se asemeja a lo que los otros, esperan o ansían, ni lo que nosotros pensamos como bueno, no tiene porqué, parecerse a aquello a lo que los otros otorgarían este valor.
De esta división entre el “yo” y el “otro” -nosotros y los otros en el ejemplo anterior-, en la que el otro tiene unos intereses, creencias o costumbres distintas a las del “yo” aparece el concepto alteridad.
No obstante, esta alteridad no es un fenómeno natural, ni mucho menos. Estos “otros” no son sino, un producto de unas ciertas dinámicas y pensamientos sociales, que en tanto un grupo se proclama autoevidente, cómo entidad orgánica, sitúa de manera inevitable al resto como inorgánico; peligroso. Y es que, en esta cuestión de la alteridad, el fin por excelencia, no es otro que el de poder posibilitar el trabajo de la acción y el pensamiento colectivo, que no sabe funcionar si no es a partir de la generación de contrastes de incompatibilidad y agravios comparativos. Esta compulsa de incompatibilidad no requiere de factores objetivables, puede darse a partir de un sistema de representación que otorga a los extraños una serie de hechos diferenciales. Es importante entonces, destacar que el engranaje que produce la alteridad es sobre todo, un artefacto denominador.
La clasificación -cómo sugiere Foucault, mejor si es <<científica>>-, es la herramienta fundamental de la que se provee cualquier relación de dominio. Esto es debido a que los sometidos, reciben de sí mismos la percepción de la necesidad de someterse debido a una retahíla de carencias, o en su defecto, de excesos o a causa de desviaciones que les alejan de la normalidad que poseen aquellos que (pre)dominan. Este reparto de cualidades supone también una adjudicación de un lugar y espacio determinado en el mundo para aquellos que reciben de los otros una identidad. Así pues, al preguntarse sobre la hegemonía de estos saberes expertos -leídos y comprendidos como objetivos e inevitables- se de manifiesto que los desviados garantizan la separación entre lo normal y anormal (capaz e incapaz). Todas las variables de estas divisiones responden a categorías de percepción que funcionan a partir de una identificación absoluta entre estructuras sociales y cognitivas.
Retomando la mención a los hechos o rasgos diferenciales que se otorgan de manera arbitraria a los otros, añadimos, que forman parte del sistema de representación que se ejerce y que no toma en cuenta ninguna experiencia real que interpele al contacto con ellos. Además, a raíz de este acto de colonización de la identidad de los otros, la relación dialógica que se establece queda relegada a no-con las personas otras sino con las representaciones de las que son objeto en el sí de un imaginario social hegemónico. Derivado de todo esto, y siguiendo a Foucault, resulta pertinente hablar del prejuicio como el grado cero, la forma más elemental y primera, de la lógica de la exclusión. Y es que, como ya se insinuaba en algún párrafo anterior: la exclusión, no siempre reclama factores objetivables para ejercerse, basta con ser nombrada.
La ciencia no nos ha enseñado aún
si la locura es o no lo más sublime
de la inteligenciaEdgar Allan Poe
Retomo aquello que dijo el Profesor José García Molina en alguna de sus clases: las personas son apresables. Más aún, las capturamos con el lenguaje, a través de las palabras; en categorías. Categorías que no dicen nada pero que permiten la inscripción en un discurso.
Con el pasar de los años, ha ido apareciendo una exigencia en nombrar y categorizar derivada de la necesidad de la construcción de los padecimientos -de la mente- como “enfermedades” o trastornos, esto corresponde a la lógica de la conformación de distintos campos de conocimiento para con las diferentes áreas profesionales relativas. Los compendios sintomatológicos, reposan sobre la elaboración de distintas categorías con el fin de poder comprender, tratar y clasificar.
El término salud mental, es un término médico que se refiere al cerebro –a la mente- como un órgano, dicha función es conseguir unos determinados resultados. De la misma forma en la que se espera que el oído capte los sonidos del entorno para que éstos sean interpretados debidamente o que el riñón filtre los fluidos del cuerpo para eliminar aquello sobrante, se pretende un patrón de “conducta” en el funcionamiento de la mente, un procedimiento unilateral, el cual se convierte en condición única y necesaria para gozar de una conocida y popular buena salud mental.
Asimismo, no quisiera, por poco que parezca, reducir nuestro diseño a un complejo mecanismo de distintos engranajes estratégicamente distribuidos para el correcto y adecuado funcionamiento de nuestras mentes, de nuestra conducta, de nuestro pensar, de nuestro ser. Nuestra mente es, efectivamente, mucho más que esto.
Quizá sea el hecho de encontrarse dentro de un rígido y estricto patrón de conducta, junto a sus modos de pensar y de sentir; o el hecho de encontrarse dentro de los parámetros de una supuesta normalidad, ajena a excentricidades que ponen de manifiesto que algo se ha torcido, indicios, invitaciones a preguntarse si alguna cosa va mal. Quizá sea esto lo que se premia o reconoce de alguna forma como salud mental. Claro está que el término salud encuentra a su antónimo en el de enfermedad o locura en dicho caso. El diagnóstico de locura ha sido, y sigue siendo, un medio para desembarazarse de los que molestan. El loco es el que perturba, cuestiona, acusa.
La Organización Mundial de la Salud[1] define la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y que no sólo consiste en una ausencia de enfermedad”.
Estamos, pues, ante una definición un tanto abstracta, que peca por ser imprecisa y un tanto etérea. Aristóteles hubiera considerado dicho concepto como un sofisma ya que, para darle validez, habría que definir previamente qué se entiende por bienestar físico, mental y social y qué se entiende, también, por enfermedad.
Galeno y sus seguidores antiguos y medievales tenían una concepción definida de lo que era la salud y la enfermedad: “La salud o disposición humana equilibrada era el resultado de la ecuación entre los factores ambientales y humorales; la enfermedad o disposición desequilibrada se producía por causas extrínsecas o intrínsecas que alteraban el equilibrio humoral”. Así como traslada Correa-Urquiza (2018: 2), Byron Good (2003), antropólogo de la medicina y más cercano a nuestra época, propone: asumir la importancia de la presencia de dos marcos de referencia; la enfermedad objetivada por las disciplinas y la experiencia subjetiva de la aflicción, a las que habríamos de sumar las condiciones materiales y estructurales que determinan e impactan sobre ellas. De esta manera, la salud no puede ser pensada únicamente desde una dimensión organicista, y es que sería una falacia que cualquier categorización relativa a la salud mental o a la llamada locura pudiera abarcar la complejidad del sufrimiento psíquico y social propio.
Más allá de las formalidades en las definiciones en torno a enfermedad o salud mental a lo largo de la historia de Europa, los trastornos mentales severos han asumido el protagonismo en representaciones pictóricas y literarias dónde se les ha presentado como causantes del caos, generadores de altercados públicos y molestadores de la escena ciudadana. Un ejemplo es el que aparece en La Historia de la Locura en la época clásica (1976) de Foucault. En esta obra literaria se plasma la trágica realidad social de la búsqueda de la razón perdida de los “insensatos” a bordo de la stultifera navis o nave de los locos.
La tradición desprovee a los desviados de la posibilidad de agencia y de la capacidad de gobernarse a sí mismos, por herencia entonces, son socialmente condenados a una carrera a contracorriente de manera perpetua; en la obligatoriedad de reconocer sus taras, pero, subvirtiéndolas a la necesidad de corresponderse a una hegemonía normativa del comportamiento y la razón.
En consecuencia, esta carga semántica genera un capital simbólico que no deja de ratificar que el enfermo mental en tanto que es un enfermo total o absoluto necesita de (nos)otros pues no dispone de herramientas para resolver su propia situación. Pero ¿existen en sí mismo los desviados o sus conductas desviadas? O, ¿Se trata de una forma de nombrar la transgresión de las normas sociales impuestas, y ubicar al culpable?
En palabras de Becker (2009, p. 34) “la desviación no es una cualidad intrínseca al comportamiento en sí, sino la interacción entre la persona que actúa y aquellos que responden a su accionar”.
Así pues, hilvanando el contenido expuesto a lo largo de los párrafos con el recuerdo inicial, vemos como el peso del discurso -hegemónico-, participa de la confiscación de la vida de algunas personas que no viven tal y como es esperado, y condiciona la (re)acción para con ellas.
Becker (2009), en una línea parecida a la que plantea Edwin Lemert (1967), advierte que la reacción social frente a un comportamiento desviado disponiendo en el individuo una etiqueta o distintivo supondría la génesis de una nueva identidad pública de éste pudiendo generar conductas igualmente desviadas, luego, se intenta desempeñar el papel de acuerdo con la etiqueta asignada; la etiqueta actuaría a modo de profecía autocumplida. Para que un loco sea concebido como tal, es necesario observar la reacción social frente al mismo.
Al hilo de esta cuestión, sería importante también, reflexionar sobre eso que llamamos realidad, que, lejos de ser dada es la producción de un discurso que la postula y la sostiene. Algo es verdad en función de las matrices discursivas en las que está inscrita. Lo expuesto hasta el momento nos abre paso a poder explorar sobre el papel del lenguaje. El lenguaje como artefacto denominador. El lenguaje como el más antiguo de los dispositivos.
Retomando la lógica de la clasificación, esta vez, siguiendo a Durkheim y Mauss en su obra Sobre algunas formas primitivas de clasificación (1996), vemos que para poder leer el mundo y dotarlo de significado(s), es necesaria la ejecución de clasificaciones para poder construir – a través de categorías – y mantener el orden social. En esta función clasificatoria gravita la tarea de agrupar y ordenar de manera clara y diferencial generando espacios claramente confinados. Estas agrupaciones suponen entonces, cómo diría Touraine (2006), un in y out, un orden jerárquico sujeto a una lógica de exclusión e inclusión. Con todo, y lejos de lo que podríamos presuponer, cabe destacar que esta clasificación -igual que la alteridad- no viene dada por naturaleza, sino que es causa de la necesidad categorial que ambiciona elementos distintivos para poder así distinguirse, y distinguir a los demás.
Podríamos decir pues, que la categoría de desviado opera como un dispositivo social. Durkheim plantea que el desviado, lejos de ser un elemento de representación de lo patológico, supone agente regulador de la vida colectiva y dota a la estructura social de elementos para la óptima funcionalidad de la integración y cohesión del sistema. El desviado estimula la reacción social y mantiene el sentimiento de pertinencia colectivo, así como sirve de justificación para que la autoridad pueda descargar su función reguladora sobre este fenómeno. He aquí, la desviación fortalece el lazo social y contribuye a definir los límites morales.
El estigma es pues, categoría. La categoría sirve para diferenciar al desviado del normal. Los desviados son los estigmatizados, mientras que los “normales” son aquellos que gozan del poder de imponer estos sistemas de significación. Por lo tanto, -siendo clara la evidencia jerárquica- los mecanismos clasificatorios son dispositivos de poder y control ya que procuran un orden social estableciendo límites e imponiendo normas.
Ahora bien, ¿Qué entendemos por dispositivo? De la mano de Foucault (1977) (citado en Agamben, 2008, p. 26), podemos demarcar que dispositivo es
[…] un conjunto claramente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, estructuras arquitectónicas, disposiciones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas, en resumen: lo que es dicho y lo que no, he aquí los elementos del dispositivo. (…) El dispositivo en sí, es la red que establece estos elementos. Entendiendo por dispositivo una especie de formación -por decirlo de alguna forma- que, en un cierto momento histórico ha tenido como función principal responder a una urgencia. Así pues, el dispositivo tiene una función estratégica.
Desde esta definición se puede desprender pues, la inscripción del dispositivo en un juego de poder; una estrategia de relaciones de fuerzas. Por lo tanto, no hay que entender el poder como un mero ejercicio de negación, opresión y represión, sino más bien como una potencia – que en ocasiones genera placer, y, – que, en última instancia persigue el propósito de producir; producir sujetos. Sujetos, que según Agamben (2008, p. 39), el sujeto es aquello que resulta de la relación entre los seres vivos y los dispositivos, y es que los sujetos implican siempre un proceso de subjetivación, por el contrario, el dispositivo no podría funcionar como dispositivo de gobierno y quedaría reducido a un mero ejercicio de violencia.
Para abrir este último apartado, es necesario tomar a Venceslao y sus aportaciones en Voces de la Educación Social (2011, p. 349), la autora propone que en el proceso de desviación es necesario que los quebrantadores de normas; los impuros; los causantes del caos sean identificados. Con esta identificación, queda justificada la necesidad imperiosa de construir artefactos institucionales que puedan ser reguladores de estos fenómenos desviados. Estas tareas de regulación y gestión institucional sugieren un interés de los grupos de poder con el fin del mantenimiento de un determinado orden social.
Aterrizando esto mismo a las densas espesuras de nuestra actualidad, y remprendiendo a Canimas (2011, p. 31), vemos como la Constitución española obliga los poderes públicos a preocuparse por el desarrollo correcto de la personalidad, la salud y el bienestar de los ciudadanos y a intervenir cuando esto no se cumple, por ejemplo, mediante intervenciones educativas o sociales, o sacando la patria potestad a los progenitores o a través de una incapacitación en el caso adulto. Este último fenómeno, es el que centra la atención en el presente trabajo, específicamente, las incapacitaciones legales en personas con trastornos de salud mental.
La incapacitación legal es:
[…] una negación de la capacidad de obrar, pero no de la capacidad jurídica que tiene toda persona desde que nace y que le confiere aptitud para ser titular de derechos y obligaciones, sino de la capacidad de obrar o aptitud para realizar con plena eficacia y validez actos jurídicos, ejercitar derechos y cumplir obligaciones. Es en este contexto en el que determinadas personas, por circunstancias personales que les impiden actuar consciente y libremente, en cuanto a la formación de su voluntad, ven legalmente limitada su capacidad de obrar mediante resolución judicial. [2]
Así pues, podemos establecer que la incapacitación legal supone un dispositivo contemporáneo erguido entorno al componente medular de las instituciones reguladoras que pretenden la supervisión -y adiestramiento- para una óptima integración normalizada en la vida pública. No obstante, llegados a este punto sería pertinente poder problematizar esta cuestión, y es que este marco institucional y de administración se construye y conforma a juego con el discurso hegemónico que supone, en este caso, la categoría “exclusión social”. Exclusión social aparece en el escenario a principios de la década de los 90 de la mano de la Comisión Europea intentando definir un nuevo paradigma en la atención y en el modo de operar frente a lo que antes era llamado “desviación” o “inadaptación”. Pero, más allá del cambio de significante, debemos plantearnos si en la dimensión operativa, este cambio se torna tangible.
Leyendo a Renouard (citado en Tizio, 1997, p. 94-95), vemos como en los cuatro momentos que el autor plantea, se siguen hoy en día, presentando sombras en la reacción social de aquel entonces. Por un lado, la neutralización del sujeto desviado entre los años 1830-1880 -hoy las personas supuestamente incapaces podrían reconocerse como ingobernables- a partir de castigos por la vía judicial. Esta reacción social a la problemática de la ingobernabilidad haciendo uso de una moral punitiva, bien se parece a la sentencia de incapacitación en tanto que se responsabiliza al sujeto de su “irresponsabilidad” pasando pues a ser castigado despojándole de su yo como sujeto de pleno derecho. Por otro lado, no podemos tampoco evitar la relación de la incapacitación legal en personas con trastornos de salud mental con el último momento que define Renouard, en el que la desviación queda subrogada al término de la inadaptación. Durante 1920 – 1970 se pretende una integración del sujeto inadaptado a partir de una intervención desde la asunción de eso mismo, de que el sujeto debe ser gestionado desde la psiquiatría y la justicia para poder adaptarse. Por ende, cuando se declara a alguien incapaz y se nombra a un tercero representante legal o tutor, se establece de forma simbólica un peaje, una frontera en la participación social decretando en el tutor la tarea de gestionar, validar o aprobar aquellas decisiones que el incapaz desee tomar, de esta forma, se interviene sobre la voluntad de la persona pretendiendo el aprendizaje hacía su adaptación.
La variedad de instituciones y servicios en las que hoy trabajan las profesiones relativas a lo social o más concretamente, a la salud mental, generan saberes que son garantes de una estrategia que se considera imprescindible para el bienestar, progreso, paz y justicia social. Sin embargo, ¿no es eso mismo una suma de esfuerzos para que el enfermo asuma de manera definitiva su etiqueta deteriorada? Los teóricos del labeling approach, o teóricos del etiquetaje, aluden a la contribución de las instituciones y agentes en la consolidación de la conducta desviada, volviéndose paradójico el hecho de querer guardar como objetivo una intención educativa o rehabilitadora si bien, el efecto sobre la persona sometida será más bien de sufrimiento y degradación del yo. El sujeto sentenciado como incapaz, experimenta una identidad deteriorada.
Llegados a este punto, es necesario problematizar -también- el encargo. Aquello que atraviesa de lleno la Educación Social y pone en jaque las contradicciones entre “la orden” y la necesidad (de traicionarla). Siguiendo a Larrosa en su libro P de profesor (2019, p.50), “el encargo tiene que ver con quién te contrata y para qué te contrata, es decir, con la obediencia que debe cualquier profesional a las instituciones para las que trabaja y al modo como esas instituciones definen la naturaleza y la función de su trabajo.” Sin embargo, esta obediencia entra en conflicto con la responsabilidad de la Educación Social para con las personas con las que trabaja(mos), y es que vemos como en la entraña del encargo sigue deslumbrando la mirada en el otro para que éste se adapte al mundo y no para que el mundo pueda adaptarse a distintos otros y entonces, éstos no tengan que resistirlo. De ahí, la necesidad de poder subvertir el encargo siguiendo el axioma de Meirieu en Frankenstein Educador (1998: 81), “La educación es un movimiento, un acompañar, un <<acto>> nunca acabado que consiste en hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para ocuparlo.” En sí, conseguir una filiación simbólica del sujeto al mundo.
Su tarea es crear un espacio que el otro pueda ocupar,
esforzarse en hacer ese espacio libre y accesible, en
disponer en él utensilios que permitan apropiárselo y despegarse en él
para entonces partir hacia el encuentro con los demás.Philippe Meirieu, La opción de educar
Y es que aunque tal vez pueda parecer escandaloso, lo cierto es, que la mayoría de profesiones que refieren a lo social terminan por enrolarse en ciclos de evaluación e influencia en las vidas de las personas a las que “atienden” y pretenden acompañar; indagando – con, por ejemplo, cuestionarios de idoneidad en procesos de adopción o acogida, o formularios para medir el grado de necesidad o exclusión-; cuestionando -sí, si se considerara que las personas tienen una buena vida, tal vez, no lo haríamos- y finalmente intentar cambiar(les) probando nuestra influencia.
Estas prácticas suelen determinarse en el marco de las reglas sociales características de nuestra sociedad. Las sociedades modernas son organizaciones de alta complejidad en las que existe una gran dificultad de consenso, debido a la heterogeneidad de casuísticas -y la alta diferenciación en franjas de clase social o etnia o cultural o ocupacional-, entorno a la identificación y aplicación de las distintas reglas. Las reglas sociales, pues, son la creación de grupos sociales específicos, y, en consecuencia, los factores que suscitan su generación, así como los problemas que enfrentan, no atañen al consenso generalizado de la sociedad.
Recuperando a Becker (2009), la aplicación de las reglas formales, cuya responsabilidad recae en algún grupo específico para ello, en ocasiones, puede distinguirse de lo que la mayoría piensa que es correcto, a la vez que, las facciones de un mismo grupo pueden discernir sobre las reglas operativas. Este aspecto es de relevancia si lo trasladamos al objeto de estudio del presente ensayo, si bien, la percepción de aquellas personas sobre las que gravita la etiqueta de locas o enfermas mentales suele ser muy diferente de la percepción que tiene la gente que las condena. Pueden sentir que son juzgadas en función a unas normas ajenas a ellas y sobre las que no están de acuerdo, ergo, son reglas impuestas a aquellos excluidos.
Así pues, podemos deducir que una diferencia de poder es lo que confiere la capacidad de establecer o imponer reglas. La diferencia de sexo, etnia, edad o clase están relacionadas con las desigualdades de poder (legal o extralegal), que a su vez explican el grado en que cada uno de esos grupos es capaz de imponer sus reglas a los otros aplicándolas son mayor consentimiento. Por ejemplo, cuando las reglas para los jóvenes son formuladas por sus mayores, o cuando las reglas para los desviados son formuladas por otros cuerdos. Asimismo, estas reglas se vuelven objeto de conflictos y desacuerdos pasando a formar parte del proceso político de la sociedad.
En este escenario dónde cabria considerar una gestión sobre esta tensión que se genera entre ayuda y control, a una se le podría ocurrir la posibilidad de hender el discurso hegemónico, los encargos perseverantes o las lógicas de desposesión con algo de la esencia de la Educación Social. La Educación Social como profesión que, a partir del reconocimiento a las personas y sus peculiaridades, aun cuando hay una tendencia al igualitarismo, actúa desde el respeto -acorde con el principio de autonomía- y con una intención de acción comunicativa, de dialogo. Con palabras de García Molina (2009, p. 102), “consideraremos práctica profesional de la Educación Social aquella que realiza un agente de la educación que sistematiza un conjunto de conocimientos, de utensilios y métodos pedagógicos -poniendo en el acto ciertos saberes- para una efectiva mediación y traspaso de los contenidos de la cultura.” En sí, la propuesta -más que interesante- de García Molina, se traduce en entender la función de la Educación Social como el conseguir sujetos que se sepan articulados en un espacio social, antes que sujetos para la sociedad.
Retomando el principio de autonomía, diremos que éste implica que las personas tienen derecho a elegir las acciones que deseen a partir de sus propias opiniones o preferencias. El respeto a la autonomía comporta una actitud, y también una actividad, para asegurar las condiciones necesarias para que este pueda elegir de manera genuinamente autónoma, o al menos, de la manera más autónoma posible (Ramos, 2018, p. 57). En la misma línea, pero echando la vista atrás, Kant (citado en Ramos, 2018, p. 60) puso de manifiesto que la dignidad del ser humano consiste en la capacidad intrínseca para autogobernarse, para escribir su propia biografía, construida a través de sus propias elecciones morales como resultado de su propia aptitud de razonar des de la libertad. Por otro lado, y en términos éticos, Kant también postula que el sujeto es un fin en sí mismo. Más, el respeto a la autonomía del otro nace del reconocimiento a su dignidad y a su libertad, pero más allá de la percepción individualista, el respeto a la autonomía reconoce igualmente la vulnerabilidad inherente a la vida misma, luego, debemos acompañar al otro (vulnerable) porqué es digno. Asimismo, esto supone recapacitar para poder sostener la posibilidad de que la emancipación o autonomía puede darse, aunque no sea -sólo- en la dirección que se había previsto.
Reanudando entonces con las consecuencias que se derivan de la incapacitación legal como dispositivo de control social, situado dentro del abanico de las reglas sociales, podríamos sugerir la necesidad de generar espacios dónde las personas sujetas al proceso de modificación de la capacidad de obrar, pudieran expresar sus necesidades y su experiencia aportando sus saberes profanos , y que todo ello pueda ser tomado, también, como marco de referencia en el proceso a la par que permita modificaciones y flexibilidad en este. Pues cabe tener en cuenta que des del momento de la demanda a la sentencia firme, en ocasiones, pueden trascurrir varios meses (sino años), y entretanto, la situación de la persona o sus necesidades pueden verse alteradas -así como cuando se inicia un proceso de incapacitación derivado de episodios de crisis, en personas que se encuentran privadas de libertad, etc…-. Se trata entonces de dar (la) palabra , de: por un lado, comprometerse con algo y alguien presumiendo efectos por y en ambas partes, y por otro, ceder el turno o dar lugar para que (el) otro, el presunto incapaz, pueda expresarse.
Bien, una vez el encargo de acompañar y educar a aquél que ha sido sentenciado como incapaz recae a profesionales de la Educación Social, ¿no habría que tomar el encargo advirtiendo que un educador debe hacerse cargo del mundo, meditar entre él y el sujeto, acompañar a este último en su particular tránsito y sostenerlo (sin invalidar su acción (…) y disponer los elementos del primero para que el segundo pueda encontrarlo y quiera entrar por sí mismo) hasta que pueda manejarse él? (García, 2009, p.173)
Aún con el interrogante sin responder, ultimaremos esta reflexión dando valor al “estar”, intuyendo que dar (la) palabra es estar; que educar es estar. Estar sabiendo que aquél o aquella a quién acompañamos no son sobre quién (podamos) esculpir a nuestro antojo o preferencias, “no son un objeto que se construye sino un sujeto en construcción” (Meirieu, 1998, p.73), no son sino alguienes que merecen de una oportunidad de acción dialógica con aquello que les nombra y les incluye -en los márgenes- sin preguntar, que merecen (otros) tiempos; tiempos de espera, de acompañamiento y de (re)significación, que merecen de la tarea de la Educación Social para el resguardo y garantía de la preservación de su dignidad.
En el marco de atención a la salud o enfermedad/trastorno mental, generalmente se parte de la premisa que la persona diagnosticada, siendo categorizada como enferma, no está en condiciones de hablar o decidir por sí misma. Esto, puede leerse desde una percepción del sujeto como un enfermo total o absoluto, o bien, desde la humildad de reconocer la posibilidad de no disponer de las herramientas para poder hacer inteligible ese conocimiento. Para poder dar ejemplo de esto mismo, Levi-Strauss (1999, p.46) merece ser citado sin abreviaturas:
Mientras que otras culturas nos resultan estacionarias, no necesariamente porqué lo sean, sino porque se línea de desarrollo no significa nada para nosotros; no es ajustable a los términos del sistema de referencia que nosotros utilizamos. Que tal es el caso, resulta de un examen incluso somero, de los individuos o grupos, en función de la mayor o menor diversidad de sus respectivas culturas.(…) Cada vez que nos inclinamos a clasificar una cultura humana de inerte o estacionaria, debemos preguntarnos si este inmovilismo aparente no resulta de la ignorancia que tenemos de sus verdaderos intereses, conscientes o inconscientes, y si teniendo criterios diferentes a los nuestros, esta cultura no es para nosotros víctima de la misma ilusión. Dicho con otras palabras, nos encontraríamos una a la otra desprovistas de interés simplemente por qué no nos parecemos.
Baste la cita como muestra, al enfermo mental se le viste como incomprensible, pero se le responsabiliza de esta falta de comprensión heurística por parte de la sociedad otorgándole el atributo de ingobernable.
Históricamente, el desviado, el inadaptado, el ingobernable, el excluido, han aparecido de la mano de la dicotomía entre movimiento y reclusión. El caso de la incapacitación legal, podemos ubicarlo dentro de la reclusión, aunque simbólica, pues no establece una tapia física, pero sí encapsula la capacidad de obrar de los sujetos, alienándola de la voluntad de éstos y trasladándola a un tercero -tomado previamente como cuerdo, normal-, no a fin de resolver el problema errante que les caracteriza sino, interviniendo sobre los itinerarios vitales de los sujetos de maneras que van más allá de toda intencionalidad re-adaptativa o integradora; conteniéndolo.
Se exponía antes, que el proceso de subjetivación es requisito indispensable por parte de cualquier dispositivo. Debemos entender por eso que, en un momento de eclosión desmedida de dispositivos, corresponde un aumento igualmente desmesurado de las subjetivaciones. En este sentido, un mismo individuo puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación. Esto mismo parece poner de manifiesto Natcho: “No comprendo cómo pueden relacionarse conmigo como loco total: yo ejerzo de loco sólo el 10% de mi tiempo de vida.” (Radio Nikosia. 2005, p.16).
Esta posibilidad entra en contradicción con la reificación de las personas con patologías mentales, y es que tal y como reproduce Correa-Urquiza (2018, p. 572) citando a Colina, son varios autores que vienen denunciando la violencia que implica el diagnóstico y las formas a través de las cuales la etiqueta saquea las relaciones y las vidas. El problema no reside tanto en la existencia de un diagnóstico en sí, sino en los usos sociales de la categoría y en la imposibilidad de los sujetos de desprenderse del etiquetado en todas las circunstancias de la vida, en este sentido, se obliga a las personas que padecen alguna enfermedad/trastorno mental, a serlo en cualquier momento, en cualquier espacio, más allá de qué otra cosa esté haciendo o siendo. Estas observaciones se complementan comprendiendo que la nosología psiquiátrica no solo anuncia procesos de sufrimiento en sí, sino que anuncia otras cosas que, fruto de las interpretaciones en otros momentos histórico-sociales hace referencia a un comportamiento que se desvía de la norma, otra vez, más allá de la aflicción. Debemos entonces, reconocer la condición de desamparo que se genera en este intercambio de saberes, y es que, el sujeto concebido como enfermo puede sentir no-correspondencia en relación con la mirada que lo produce y puede no percibirse en el lugar -simbólico- dado por el diagnóstico, y, las ya mencionadas, significaciones sociales.
Por esto mismo, es necesaria la alusión a la interpretación social de los significantes que designan aquello que se escapa de la normatividad como obstáculo principal para poder llevar a cabo un cambio de paradigma real, y es que, a pesar de los esfuerzos y el engranaje de distintos saberes, la reacción social hacía el fenómeno de la desviación sigue basada en la inercia de moldeamiento – evidenciando el miedo a la locura- y presentada desde los saberes expertos obviando los saberes profanos (Urquiza, 2012).
Concluyendo, la incapacitación legal infiere una evidencia de no-reconocimiento de la persona, pudiendo suponer -en el caso de la incapacitación legal total- una muerte social, ejerciendo sobre las personas sometidas a esta medida judicial una desposesión de su estatuto político, de su yo como sujeto de pleno derecho, y, suponiendo una discriminación estructural. Lejos de pretender una sentencia lapidaria a los procesos de modificación de la capacidad de obrar (o incapacitaciones legales), me gustaría poder suscitar la reflexión a los profesionales de las distintas disciplinas que integran la atención a personas con problemas de salud mental, -desde juezas, abogadas, psiquiatras, enfermeras, a educadoras, trabajadoras sociales, terapeutas ocupacionales…- y que son vulnerables de poder vivir un proceso como el analizado. Uno de los muchos riesgos de nuestros encargos reside en la posibilidad de instalarnos como eslabones de una cadena de estrategias predefinidas y protocolizadas abandonando el análisis y el pensamiento crítico, fosilizando las funciones y neutralizando todo el sentido entorno a la tarea que se realiza. Nuestra profesión, como Educadoras Sociales, pasa también por, no solo comprender el marco y los márgenes del funcionamiento de las estructuras y modelos existentes, sino que además debemos aprender, repensar y difundir toda aquella posibilidad de transformarlos; debemos hacernos cargo del mundo suponiendo así transformación.
Con todo, me atrevo a evocar a las profesionales de la Educación Social proponiendo el desempeño de un papel de liderazgo arraigado a la ambición de facilitar las relaciones interpersonales y minimizar las situaciones de conflicto (ASEDES 2007), así como a la función mediadora de la profesión; mediadora entre tiempos, entre lo nuevo y lo presente, y mediadora entre significados, significantes e imaginarios sociales, para así poder engendrar y propagar nuevos itinerarios de acompañamiento en procesos de modificación de la capacidad de obrar que propicien nuevas estrategias para el desarrollo personal, social y cultural de las personas sujetas al proceso.
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Judit Gonzano Arjona, email: juditgonzano@gmail.com