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Supuestos que orientan la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años

Assumptions that guide the educational relationship with adolescents and young people from 16 to 18 years old

Autoría:

Hernán Lahore. Educador social

Resumen

A modo de ensayo, el artículo presenta una forma particular de pensar la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años. Dos proyectos socioeducativos, parte de las políticas públicas en Uruguay, sirven como contexto para el desarrollo de la temática. Desde los discursos del modelo crítico de educación social, el texto retorna a la lógica de los lugares en la relación educativa y al trabajo que cada integrante realiza en torno a la cultura. Previamente, se desarrollan conceptualmente nociones acerca de la adolescencia y la juventud como clases de edad, junto a la dificultad para delimitarlas según rangos etarios.

Abstract

In the form of an essay, this article presents a particular way of thinking about the educational relationship with adolescents and young people from 16 to 18 years old. Two socio-educational projects, that are part of the public policies in Uruguay, provide context for the articulation of this topic. From the point of view of the theories on social education critic model, the text revisits to the logic of places in the educational relation and the work every participant develops around culture. Before this, notions about adolescence and youth are conceptually developed as types of ages, along with the difficulties to define them into age ranges.

Introducción

En la convocatoria a este número de la Revista de Educación Social (RES), se establece que para España, la “juventud se entiende administrativamente a partir de los 16 años, de manera que coincide con una parte de la franja de edad atribuida a la adolescencia, marcada administrativamente hasta la mayoría de edad”. En tal sentido, aquellas personas entre 16 y 18 años estarían en una etapa del ciclo de vida cuya denominación resulta ambigua.

Anticipando cierta similitud con lo que pasa en Uruguay, en un primer momento del artículo se realiza un desarrollo conceptual acerca de las nociones de adolescencia y juventud como clases de edad, señalando la dificultad para delimitarlas según rangos etarios definidos a partir de la edad cronológica. No obstante, el texto asume y justifica una forma de denominar: adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años.

Seguidamente se exponen brevemente algunas características de las políticas sociales en Uruguay, en particular las dirigidas a las jóvenes generaciones. Como parte de las mismas, se distinguen dos proyectos socioeducativos destinados a la adolescencia y a la juventud, cualquiera de ellos posible ámbito de trabajo de la educación social y que aquí se referencian como contexto profesional para el desarrollo de la temática.

Finalmente, se abordan tres premisas que caracterizan la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años. Para el caso uruguayo, dicho tramo de edad es el momento previo al fin de la actuación del sistema de protección del Estado.

Adolescencia(s) y juventud(es)

Las clases de edad, son divisiones que establecen agrupamientos de las personas según sus edades cronológicas. Dicha división es histórica y social, por lo cual varía según época y cultura. También es relativa, por lo que una redefinición de alguna de las clases afecta también a las otras. Adolescencia y juventud refieren a ciertas etapas del ciclo de vida de una persona, sin embargo varían en los límites de edades que cada una de ellas abarca dependiendo de la perspectiva que se asuma.

Para la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el rango de edad correspondiente a la juventud abarca de los 15 a 24 años. La Organización Iberoamericana de Juventud (OIJ), organismo internacional multigubernamental y único con este carácter en materia de juventud, adopta el mismo criterio. Sin embargo, para la Organización Mundial de la Salud (OMS), la juventud se corresponde con el período de la vida que va de los 10 a los 24 años. Más allá de estos organismos internacionales, a nivel de cada país la realidad también es heterogénea. Asimismo, en materia normativa la delimitación también difiere. Por ejemplo, la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) proclamada por la ONU, consagra derechos para todo ser humano desde su nacimiento hasta los 18 años. Por su parte la Convención Iberoamericana de Derechos de los Jóvenes (CIDJ), declarada por la OIJ, reconoce un conjunto de derechos para las personas entre 15 y 29 años.

En Uruguay, de modo similar a lo que sucede en varios países de la región, la condición juvenil resulta más extensa que la establecida por la ONU. En tal sentido, el Instituto Nacional de la Juventud (INJU) define como joven a toda persona entre 14 y 29 años. Al mismo tiempo, el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) representa la institucionalidad rectora de políticas para todo ser humano desde el nacimiento hasta los 18 años. En lo que refiere a la normativa vigente, se ha ratificado la CDN y la CIDJ,[1] mientras que el actual Código de la Niñez y la Adolescencia (CNA),[2] establece que “se entiende por niño a todo ser humano hasta los trece años de edad y por adolescente a los mayores de trece y menores de dieciocho años de edad”.

Lo anterior, evidencia la existencia de límites difusos en la delimitación etaria de la adolescencia y de la juventud, involucrando tramos de edad más o menos extensos según el caso, y admitiendo un posible solapamiento entre ambas clases de edad. Al igual que para la realidad española, en Uruguay no existe consenso a la hora de atribuir tal o cual clase de edad para las personas de 16 a 18 años. En este sentido, el segundo informe de la Encuesta Nacional de Adolescencia y Juventud advierte que:

“[…] no se considera adecuado ni riguroso, considerar los tramos etarios como indicativos de “clases de edad” (adolescencia y juventud). Si bien entre los 12 a 14 años, todos pueden ser considerados adolescentes, esto no es estricto, ni unánime, para aquellos comprendidos en el tramo de 15 a 19 años” (Filardo [Coord.], 2010:22)

En otro orden, la investigación “Usos y apropiaciones de espacios públicos de Montevideo y clases de edad” (Filardo et al, 2007: 39), propone la existencia de distintos tipos de edad en un sujeto. En ella se distingue entre la edad cronológica (años vividos), la edad biológica (procesos de envejecimiento del cuerpo), la edad subjetiva (autopercibida), la edad social (configurada por habilitaciones y limitaciones que lo social define), y la edad burocrática (vinculada con delimitaciones de edades desde el Estado para el acceso a bienes y servicios o el establecimiento de derechos y obligaciones). Por último, los autores agregan la presencia de una edad histórica, que en vínculo con las anteriores, da cuenta de la época en la que se vive una determinada edad. Esta distinción entre tipos de edad, sustenta la idea de que hay una asincronía entre la edad cronológica y las “otras” edades en un sujeto.

Adolescencia y juventud, en tanto categorías estadísticas definidas como tramos de edad, no pueden pensarse de manera homogénea. Suponen condiciones históricas, culturales y sociales diversas, que pautan temporalidades distintas e imposibilitan la idea de pensar en la edad cronológica como criterio clasificador, único y suficiente. Intentando evitar modos unívocos de pensar las clases de edad, distintos discursos han incorporado el uso de los plurales. Hablar en términos de adolescencias y de juventudes, supone el reconocimiento de múltiples formas de ser adolescente y de ser joven.

La adolescencia, surge conceptualmente como invención del sistema escolar del siglo XIX y de los posteriores desarrollos de las teorías psicológicas vinculadas al desarrollo, los cuales retoman los planteos rousseaunianos.

Enrique Martín Criado expresa que la adolescencia tiene origen:

“[…] en relación con los vástagos de la burguesía y de las clases medias que acuden a la enseñanza secundaria y que a los 14 ó 16 años siguen viviendo en un mundo apartado de los rigores del trabajo y de la vida adulta. Estos adolescentes, a diferencia de sus contemporáneos obreros o de las clases altas, viven como `escolares´, vigilados y apartados de las responsabilidades adultas” (Martín Criado, 2005:88).

Por su parte, Dávila, Ghiardo y Medrano señalan que fue el psicólogo Stanley Hall “quien con la publicación (1904) de un tratado sobre la adolescencia, se constituyó como hito fundacional del estudio de la adolescencia y pasara a formar parte de un capítulo dentro de la psicología evolutiva” (Dávila, Ghiardo y Medrano, 2005:46).

La juventud, ha sido utilizada como categoría por otras disciplinas de las humanidades y de las ciencias sociales. Su origen tiene lugar a mediados del siglo XX, en el contexto de la posguerra, caracterizado entre otras cosas por la modernización de las sociedades y la expansión de la sociedad de consumo.

Rossana Reguillo expresa que la juventud:

“[…] como hoy la conocemos es propiamente una «invención» de la posguerra, en el sentido del surgimiento de un nuevo orden internacional que conformaba una geografía política en la que los vencedores accedían a inéditos estándares de vida e imponían sus estilos y valores. La sociedad reivindicó la existencia de los niños y los jóvenes, como sujetos de derecho y, especialmente, en el caso de los jóvenes, como sujetos de consumo (…) El envejecimiento tardío, operado por las conquistas científicas y tecnológicas, reorganizó los procesos de inserción de los segmentos más jóvenes de la sociedad ” (Reguillo, 2000:23)

Más allá de orígenes y tradiciones de ambos conceptos, adolescencia y juventud representan dos clases de edad relacionadas pero diferentes. Si bien algunos discursos privilegian el uso de una categoría en detrimento de la otra, mientras que otros hacen un uso indiferenciado de ambas, en nuestro caso preferimos adherirnos a la distinción.

Al respecto, Débora Kantor reconoce a la adolescencia como tal y fundamenta la importancia de dicho reconocimiento:

“Y si los modos de nombrar tienen efectos sobre las prácticas (Diker, 2003), nombrando de manera casi excluyente joven a lo que es posible y necesario identificar –aún hoy– como adolescente, se vería sensiblemente afectada una posición adulta sustentada en el reconocimiento del trabajo psíquico que conlleva y define la adolescencia y de la significación que adquieren en ella las referencias identificatorias” (Kantor, 2008:22)

Resulta preciso entonces, identificar y reconocer qué de los discursos sobre lo adolescente está en juego para las personas de 16 a 18 años. Al mismo tiempo, intentando pensar a este sector de la población desde una perspectiva más integradora, también parece necesario recurrir a ciertas producciones sobre lo juvenil. Ello desde el entendido de que el concepto de adolescencia remite a asuntos de índole psicológica, mientras que el de juventud está más vinculado a cuestiones culturales y a problemas estructurales (Kantor, 2008).

Los distintos discursos acerca de la juventud dan cuenta de una gran variedad de temas, conceptos y preocupaciones en relación a lo juvenil. En particular, interesa para este artículo, distinguir los planteos acerca de las culturas juveniles y de la juventud como tramo biográfico.

A nivel de Iberoamérica, en la década del 90 surge el uso del término “culturas juveniles” (Feixa, 1999; Reguillo 2000). Nuevamente el uso del plural hace énfasis en la heterogeneidad, entendiéndose que ello resulta más justo respecto a la noción de cultura juvenil, ampliamente utilizada hasta ese entonces. Entre otros, Carlos Feixa entiende respecto a las culturas juveniles:

“En un sentido amplio, las culturas juveniles se refieren a la manera en que las experiencias sociales de los jóvenes son expresadas colectivamente mediante la construcción de estilos de vida distintivos, localizados fundamentalmente en el tiempo libre, o en espacios intersticiales de la vida institucional. En un sentido más restringido, definen la aparición de «microsociedades juveniles», con grados significativos de autonomía respecto de las «instituciones adultas», que se dotan de espacios y tiempos específicos” (Feixa, 1999:84)

 Por su parte, la juventud como tramo biográfico, supone reconocer la existencia de hitos trascendentes en la biografía de una persona joven, cuya forma de tramitarse y resolverse genera efectos futuros en sus trayectorias y en su posicionamiento en lo social. El estudio de estos tramos, diversos y desiguales, son aportes de la sociología de las transiciones para pensar la juventud (Casal et al, 2011; Filardo, 2010). En Uruguay el análisis de la transición a la adultez se centra en cuatro eventos fundamentales: salida del sistema educativo, ingreso al mercado laboral, constitución de domicilio diferente del hogar de origen, e inicio de la vida reproductiva.[3]

Hasta aquí, un desarrollo posible acerca de las nociones de adolescencia y juventud. Considerando la dificultad para delimitar cada clase de edad en rangos etarios únicos, que la edad cronológica no resulta un criterio clasificador suficiente, que existen diversas formas de ser adolescente o joven, y reconociendo los efectos de pensar lo adolescente y lo juvenil para las personas comprendidas entre 16 y 18 años, de aquí en más nos referiremos a este sector de la población como adolescentes y jóvenes.

El campo socioeducativo en Uruguay como contexto profesional de trabajo con adolescentes y jóvenes

El sistema de bienestar social uruguayo, y en particular el conjunto de políticas dirigidas a la infancia, adolescencia y juventud, “posee una estructura arraigada de prestaciones tradicionales a las que se les ha ido añadiendo pautas asistenciales y/o promocionales de provisión social” (Midaglia, 2010: 30). Pese a los cambios experimentados durante el siglo pasado y principios de este, Uruguay ha conservado ciertos rasgos estructurales característicos del viejo sistema de protección, lo que llevó a que se conformara un sistema híbrido en el que conviven políticas sociales universales con otras de tipo focal, así como programas ejecutados desde la esfera estatal y otros tercerizados. (Midaglia, 2010).

En lo que refiere a las políticas dirigidas a las generaciones más jóvenes en nuestro país, Carmen Midaglia (2009) identifican tres fases a lo largo del tiempo: la primera que se corresponde con la etapa tradicional de la matriz de bienestar del país y por ende asume características similares, es decir, políticas sociales centralizadas, sectorializadas, con aspiración de universalidad y administradas estatalmente; la segunda que surge en el período de la apertura democrática a partir de 1985,[4] donde hubo una serie de innovaciones que se implementaron a través de la reforma del sistema educativo y el diseño de un conjunto de iniciativas para la niñez, la adolescencia y la juventud en situación de pobreza y vulnerabilidad; y finalmente las últimas tres décadas, donde se registra un ritmo acelerado y sostenido de creación de programas de protección, lo cual se relaciona con el continuo incremento de los índices de pobreza que marcaron la segunda mitad de los años 90 y se agudizaron luego de la crisis del 2002, así como con la llegada de la izquierda al gobierno nacional por primera vez en el 2005.

A partir de la confluencia de las políticas sociales y de las políticas educativas, se ha ido conformando el campo de lo socioeducativo. Los orígenes de las prácticas socioeducativas en nuestro país estuvieron centradas en la atención de los “menores moral y materialmente abandonados, y delincuentes”, tal como lo designa el Código del Niño de 1934 (Pastore y Silva, 2016). Tras la aprobación de dicho Código, se crea el Consejo del Niño, entidad encargada de “todo lo relativo a la vida y el bienestar” de personas menores de edad en el país. En el marco de la declaración de la CDN, en 1989 se sustituye el citado Consejo por el Instituto Nacional del Menor (INAME). Finalmente en 2005, y luego de la aprobación del CNA, este instituto pasa a denominarse INAU (Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay). Actualmente, ésta es la institución dedicada a la atención y protección de la infancia y la adolescencia en Uruguay.

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Volviendo a la década del 90, instaladas las políticas neoliberales en América Latina, se produce un recorte en el gasto público y la retracción de la presencia estatal en arenas donde históricamente había tenido un rol protagónico. Ello generó ciertas condiciones que desencadenaron en modelos de co-gestión, a través de los cuales el Estado convocó al sector privado para la prestación de servicios. Midaglia (2000) caracteriza en este sentido a la etapa postdictadura por la “explosión institucional”, en virtud de que surgen la mayor parte de las organizaciones que trabajan actualmente con la infancia, la adolescencia y la juventud, incentivadas por la celebración de convenios con el Estado.

De este modo, el INAU además de gestionar directamente programas y proyectos, hoy por hoy mantiene multiplicidad de convenios con organizaciones de la sociedad civil (OSC) para la gestión de diversos proyectos. Aquí se concentra un importante ámbito de actuación profesional de la educación social en Uruguay.

Personalmente, como educador social he trabajado durante varios años en dos proyectos socioeducativos dedicados a la adolescencia y a la juventud, ambos gestionados por OSC en convenio con el INAU.

Por un lado, un Centro Juvenil ubicado en un barrio al noroeste de la ciudad de Montevideo. Más allá de encargos sociales e institucionales, desde el equipo de trabajo se concebía al centro como un espacio de participación y socialización para adolescentes, que promoviera el desarrollo personal y los procesos de integración social de sus participantes. A través de actividades estructuradas grupales y de encuentros o instancias individuales, los y las adolescentes podían encontrar un lugar donde participar de acuerdo a sus intereses.

Formalmente los Centros Juveniles son propuestas socioeducativas para personas adolescentes de 12 a 18 años, originadas a fines de los años 90. El INAU establece actualmente que el objetivo general de estos proyectos es:

“Desarrollar acciones que promuevan la participación de adolescentes y jóvenes en un espacio de socialización orientado al pleno desarrollo personal, la integración social, el apoyo pedagógico, el acceso a la cultura y la recreación, interviniendo sobre los factores que dificultan el mismo y potenciando las capacidades”.[5]

Pese a que estos Centros están dirigidos a una franja etaria de la población, por estar localizados en zonas del país con determinadas características socioeconómicas, ponen en juego la variable del territorio como criterio discriminador de los destinatarios de la política. Asimismo, el nuevo perfil de Centro Juvenil aprobado en 2015, propone priorizar adolescentes que demuestran mayores niveles de “vulnerabilidad crítica” según ciertos indicadores establecidos.[6] Por tanto, se trata de una política de corte focalizada.

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El segundo proyecto se inscribe en el ámbito de una institución cuyos inicios estuvo vinculado a la gestión de un centro de protección donde residían niños, niñas y adolescentes, a fines de la década del 80. Con el correr del tiempo, a partir de la experiencia adquirida y atendiendo a lo establecido en la CDN y en el CNA, se redujo el tiempo de internación, incrementándose las acciones en el ámbito familiar y comunitario. (Domínguez y Silva, 2014)

Dentro del diseño institucional vigente, se implementa un Proyecto de Autonomía como forma de dar respuesta al egreso de adolescentes y jóvenes institucionalizados en diversos dispositivos de protección del sistema INAU. Se trata de adolescentes y jóvenes que carecen de una estructura familiar que los sostenga, ante lo cual la asunción de responsabilidades adultas emerge como una urgencia cuando los plazos de la protección institucional se agotan (Domínguez y Silva, 2014). En este marco, con cada adolescente o joven que participa del proyecto se implementa un trabajo socioeducativo individual, acompañado por la transferencia temporal de algunos apoyos económicos que lo viabilicen. Es condición para ingresar al proyecto tener 17 años en ese momento, mientras que el vínculo institucional puede extenderse hasta los 20 años, mediante prórrogas concedidas por INAU en base a proyectos individuales fundados.

Los 18 años en Uruguay, además de suponer la mayoría de edad, establecen la finalización de la actuación institucional del sistema INAU. Las trayectorias que realizan los y las jóvenes hacia la adultez son diferentes, estando afectadas por condiciones de desigualdad según las distintas posiciones que ocupan en la estructura social (Filardo, 2010). Por ende, el egreso institucional de los dispositivos de protección, para adolescentes y jóvenes que no cuentan con una referencia adulta estable, implica proyectarlos hacia una autonomía anticipada.[7] (Domínguez y Silva, 2014:15).

Tres premisas que estructuran la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años

Mi experiencia profesional está marcada por un vínculo prolongado en el tiempo con cada uno de los proyectos referidos. Más allá de sus respectivas particularidades, el tránsito por ellos incidió sustancialmente en la producción de una forma de pensar y hacer el trabajo educativo con adolescentes y jóvenes. O al menos dadas las características de estos proyectos, con cierta parte de adolescentes y jóvenes, en general pertenecientes a los sectores pobres.

Enfocándonos en adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años, para uno de los proyectos supone la etapa final de un posible vínculo institucional, mientras que para el otro es la posibilidad de establecer su inicio. No obstante, en ambos casos está relativamente presente el fin de la actuación del sistema de protección y el consecuente egreso institucional.

Violeta Núñez ha desarrollado vastamente el tema de modelos de educación social. Un modelo tiene como función ser un dispositivo de lectura que permite pensar la realidad educativa y traducirla; al mismo tiempo, orienta los modos de actuación profesional (Medel en Núñez [Coord.], 2010). Núñez plantea la existencia de dos grandes discursos en la actualidad, de los que deviene dos modelos de acción en el campo de la educación social: uno orientado hacia el control social de la poblaciones basado en las lógicas del neohigienismo, otro pedagógico que se orienta a la acción educativa a partir del ofrecimiento de plataformas culturales plurales a los sujetos de la educación. (Núñez [Coord.], 2010)

A partir de los discursos del modelo crítico[8] de educación social (Núñez [Coord.], 2010), lo que sigue en el texto representa una forma de volver sobre la lógica de los lugares en la relación educativa y a parte del trabajo que cada integrante realiza en torno a la cultura. Recordemos que la lógica de los lugares remite a la idea de que el sujeto de la educación es efecto de un lugar, en tanto existe una oferta de contenidos culturales que realiza quien educa y alguien dispuesto a apropiarse de ellos. Se trata de un lugar que se ocupa en el marco de una estructura de relaciones, en la cual la cultura juega un papel protagónico. Quien educa realiza un trabajo previo de selección y traducción de los contenidos culturales que se ofrecen, mientras que quien está dispuesto a apropiarse de ellos asume un trabajo posterior de adquisición y transformación de los mismos.

Consecuentemente, se proponen tres enunciados que sintetizan y agrupan algunas ideas referidas a cómo pensar la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años.

  • Adolescentes y jóvenes como consumidores y productores culturales

Débora Kantor (2008) sostiene que los consumos culturales refieren a los procesos de apropiación y resignificación de los bienes materiales y simbólicos disponibles socialmente, en torno a los cuales adolescentes y jóvenes se encuentran y se crean a sí mismos. Respecto a las producciones culturales, éstas suponen para la autora un movimiento de salida de lo propio hacia la esfera pública, una creación que genera novedad y porta la marca de su/s autor/es. (Kantor, 2008).

Estas prácticas de consumo y producción, adolescentes y jóvenes las realizan de forma individual y colectiva, en el marco de sus vidas cotidianas y en los territorios culturales por donde transitan. En este sentido, las instituciones socioeducativas y quienes trabajamos en ellas, debemos colaborar con tales procesos, sabiendo que:

“Cuando decimos consumos y producciones culturales nos referimos, entonces, al universo cultural de los pibes, que configura también el territorio en y desde el cual reciben nuestras propuestas, las auscultan, las aceptan, las rechazan o las transforman. Un universo que en cierta medida compartimos y en gran medida no podemos penetrar, y que corresponde conocer, aunque más no sea (posible) en parte.” (Kantor, 2008:34)

Un reciente libro colectivo dirigido por Pablo Di Leo y Ana Josefina Arias (2019) aborda el vínculo entre jóvenes e instituciones desde dos perspectivas: por una parte, experiencias y trayectorias institucionales de las personas jóvenes; y por otra, biografías y prácticas institucionales en torno a las problemáticas, agencias y derechos juveniles. En el encuentro entre jóvenes y distintos actores institucionales adultos, se tramitan formas novedosas de acceso y ejercicio de derechos; al mismo tiempo, se disputan, recrean e inventan maneras singulares de ser. (Di Leo y Arias, 2019).

Retomando planteos que se vienen desarrollando durante las últimas décadas en el campo de la salud en Brasil en relación a la categoría de cuidado, los autores toman la redefinición que propone Roseni Pinheiro en relación a la idea de cuidar, ésta como un modo de dejar ser al otro. Otro que tiene derecho a ser diferente y a que esas diferencias sean respetadas públicamente, a que sea reconocido y se le garantice su “derecho a ser”.[9]

Trabajamos con adolescentes y jóvenes inscriptos “en una cartografía de lazos (Frigerio, 2006), en flujos de ida y vuelta, desde los cuales van consumiendo y produciendo, a la vez que se producen y se constituyen sujetos, en un mundo cultural que los condiciona” (Lahore, Pastore y Pereyra, 2010:94) Ya no sólo se trata de reconocer un sujeto “entretenido en ser”,[10] sino de garantizar condiciones de posibilidad para que cada adolescente o joven pueda practicar su derecho a ser.

  • Oferta de recursos culturales y sociales para que adolescentes y jóvenes puedan construirse

La identidad se construye y modifica a lo largo de toda nuestra existencia, desarrollándose en un tiempo y un espacio cultural determinado. Así entendida, la identidad se concibe como un proceso de identificación, una construcción constante, nunca terminada (Hall; Du Gay, 1996). No obstante, en especial la adolescencia pero también la juventud, son momentos vitales de construcción y reconstrucción identitaria. Al respecto, la educación social tal como lo expresa Encarna Medel (2010), debe ofrecer narrativas a las nuevas generaciones. Hacer una oferta educativa implica trabajar en una narrativa que permita al sujeto reconocer y reconocerse en diversos tiempos; que permita dar sentidos a los acontecimientos pasados, a la interpretación del presente y a la proyección hacia el futuro (Medel en Núñez [Coord.], 2010).

Si centramos nuestra atención en las adolescencias y juventudes que provienen de los sectores más pobres de la sociedad, las mismas están atravesadas por múltiples situaciones de desigualdad, exclusión e injusticia. Dichas condiciones de existencia afectan de forma particular la producción de subjetividades, los procesos de identificación y los vínculos con los otros y con la cultura.

Marcelo Viñar (2009) señala que la invención de una novela propia que construya un relato sobre quién estamos siendo, hemos sido y queremos ser, es un hito ineludible de humanización. No obstante añade el autor, las situaciones extremas de desamparo, averían tales procesos. Ello deteriora la capacidad de historizar -establecer conexiones de sentido- y de traducir la experiencia en relato. Para un gran número de adolescentes y jóvenes que transitan por las instituciones de protección, la educación debe colaborar con la restauración de “la capacidad de integrar el tiempo vivencial en un tríptico de pasado, presente y futuro, en un tiempo que articule la memoria con anhelos y proyectos”. (Viñar, 2009:105).

En otro sentido, la educación social debe ofrecer recursos para que adolescentes y jóvenes establezcan relaciones con el sistema educativo y con el mundo del trabajo. Entre los 16 y los 18 años, la oferta debe hacer particular énfasis en la continuidad educativa y en los primeros acercamientos a lo laboral.

En Uruguay, tal como lo establece el artículo 7 de la Ley General de Educación (Ley N° 18.437), es obligatoria la educación desde el nivel inicial hasta la educación media superior. Si bien los últimos tiempos se ha experimentado un crecimiento sostenido e importante de la matrícula en educación media (De Armas, 2018), las trayectorias educativas de adolescentes y jóvenes se truncan especialmente a lo largo del recorrido por dicho nivel, y en menor medida al finalizar el nivel primario (Filardo, 2010).

Una trayectoria esperada para el sistema educativo uruguayo determina que entre 16 y 18 años, las personas deben estar realizando educación media superior. Sin embargo, adolescentes y jóvenes que participan de ambos proyectos, en su gran mayoría no responden a tal expectativa: un porcentaje importante se encuentra desafiliado y otro tanto cursa con importantes niveles de rezago escolar. Ante este escenario, la educación social necesariamente debe orientar sus prácticas hacia la creación de posibilidades de acceso y sostenimiento de trayectorias en el sistema educativo, tendiendo a que adolescentes y jóvenes finalicen la educación media.

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Además de ser un derecho consagrado y de los posibles efectos que genera en términos de aprendizajes y trayectorias futuras, la inclusión en el sistema educativo permite que adolescentes y jóvenes tengan otras oportunidades de socialización. Y son éstas mismas experiencias las que favorecen o dificultan integraciones futuras a los espacios laborales. Por ello también, en la adolescencia y en la juventud, es primordial que la educación social oriente sus prácticas hacia el desarrollo de competencias básicas para el empleo, así como a la promoción y el acompañamiento de primeras inserciones laborales.

En lo que refiere a estas últimas, la Ley de Empleo Juvenil (Ley Núm. 19.133) en Uruguay fomenta el trabajo decente de las personas jóvenes, vinculando el empleo, la educación y la formación profesional. En ella, se prevén distintas modalidades para estimular el trabajo decente: primera experiencia laboral, trabajo protegido, práctica laboral para egresados y práctica formativa. Para personas entorno a los 18 años, y en especial para aquellas cuyas trayectorias educativas no son las esperadas para su edad, o que no cuentan con ciertas competencias necesarias para la inserción en el mundo laboral, las modalidades de trabajo protegido o de primera experiencia son opciones imprescindibles a estimular.

Finalmente, la educación social debe ofrecerle a la adolescencia y a la juventud, otros tiempos. Tiempos de moratoria, para que cada adolescente o joven acceda a bienes culturales diversos y vaya estableciendo sus propias relaciones con la cultura. Tiempos por venir, donde algo del aprender y del hacer experiencia pueda suceder. Resulta indispensable entonces hacer que las instituciones educativas sean “lugares de ensayo” (Fryd y Lahore; 2018) para que adolescentes y jóvenes puedan experimentar formas de ser, probando una y otra vez, relaciones consigo mismo, con los otros y con la cultura.

  • Adultos disponibles

El trabajo educativo con adolescentes y jóvenes requiere de adultos disponibles. (Fryd y Lahore, 2018; Vaccotti et al, 2018). En primer lugar, un adulto disponible es aquel que practica formas de reconocimiento hacia cada adolescente o joven. Le reconoce como sujeto de derecho, desde su diferencia y alteridad, en un momento particular de su proceso de identificación, e integrante de las nuevas generaciones. Son modos de construir una mirada singular sobre el otro, al que se le ofrece un lugar y a partir de lo cual devienen prácticas propias del educar: acogida, cuidado, enseñanza. Quienes ejercemos la educación social sabemos que el reconocimiento, además de ser un imperativo ético, es condición indispensable para el establecimiento y la continuidad de cualquier relación educativa.

(Imagen en Flickr)

En términos pedagógicos, un adulto disponible es alguien que realiza y mantiene una oferta educativa. Entendemos que ofrecer narrativas, ofrecer relaciones con el sistema educativo y con el mundo del trabajo, y ofrecer otros tiempos, estructuran la oferta común que la educación social tiene a cargo para adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años.

La disponibilidad conlleva ciertos niveles de apuesta y de confianza. Como afirma Perla Zelmanovich (2006), la apuesta por un lado convoca a quien la realiza, en ella estamos nosotros y nuestras responsabilidades. Asimismo agrega, la apuesta se sucede cuando quien la realiza se sostiene confiado de que algo “bueno” pueda pasar; aún ante la incertidumbre que genera toda apuesta y la posibilidad cierta de “perder” (Zelmanovich, 2016). Es sobre la base de la apuesta y de la confianza que quien educa se mantiene en escena,[11] sabiendo que la presencia adulta es condición necesaria para el desarrollo de la obra, aunque según cómo ésta venga sucediéndose pueda implicar distintos niveles de visibilidad y protagonismo.

Hacer énfasis en la adultez de quien educa, nos reenvía a la cuestión intergeneracional. La relación educativa así, es un vínculo para adolescentes y jóvenes con el mundo adulto, en la cual se habilitan ciertos modos de relacionamiento y determinadas formas de ejercicio del poder.

La confrontación generacional es inherente a la relación entre adolescentes y adultos. El o la adolescente, en búsqueda de mayores niveles de autonomía, transita esta etapa de la vida apoyándose y a la vez oponiéndose al adulto de turno (Rodríguez y Silva, 2017). Para las adolescencias entonces, resulta necesario contar con adultos dispuestos a confrontar, aunque ello suponga para quien educa “dejarse incomodar” (Brignoni, 2012). Por otra parte, desde una perspectiva de las generaciones, el conflicto entre jóvenes y adultos caracteriza las relaciones sociales establecidas entre ambas clases de edad, y es producto del lugar que cada una de ellas ocupa en la estructura social. En escenarios de sociedades adultocéntricas como las nuestras, es importante que existan adultos dispuestos a proponer relaciones más igualitarias y democráticas entre jóvenes y adultos.

Reflexiones finales

El artículo problematiza las nociones de adolescencia y juventud. Mientras que el origen de la primera se vincula a la psicología, el de la segunda a cuestiones culturales y problemas estructurales. Orígenes y tradiciones diferentes, sumado a la posición que se asuma, determinan un uso indiferenciado de ambas categorías, la utilización exclusiva de alguna de ellas, o la distinción entre ambas clases de edad.

Sin ser España o Uruguay la excepción, no existe consenso a la hora de establecer rangos etarios únicos que determinen el periodo del ciclo de vida que cada una de ellas abarca, existiendo en reiteradas oportunidades un solapamiento de edades entre adolescencia y juventud. Asimismo, la edad cronológica no resulta un criterio clasificador suficiente, en tanto invisibiliza la heterogeneidad de adolescencias y juventudes.

A ello debemos agregar, la convicción de que es necesario considerar los discursos de lo adolescente y lo juvenil para comprender a las personas de 16 a 18 años, y sus condiciones. Es por todas estas razones que el texto sugiere nombrar a este sector de la población como adolescentes y jóvenes.

El entrecruzamiento de lo adolescente y lo juvenil posibilita el reconocimiento del lugar significativo que ocupa la construcción identitaria para adolescentes y jóvenes; el reconocimiento de éstos y éstas como actores sociales y sujetos biográficos que realizan itinerarios y proyectan posibles trayectorias, el reconocimiento de que adolescentes y jóvenes desarrollan expresiones y prácticas socioculturales propias.

Desde una perspectiva del modelo critico de educación social, y tomando como contexto profesional el campo de lo socioeducativo en Uruguay, el artículo propone pensar la relación educativa con adolescentes y jóvenes de 16 a 18 años en torno a tres premisas: adolescentes y jóvenes como consumidores y productores culturales capaces de practicar su derecho a ser; una oferta de recursos culturales y sociales para que adolescentes y jóvenes puedan construirse, fundada en el ofrecimiento de narrativas, de relaciones con el sistema educativo y con el mundo del trabajo, y de otros tiempos; adultos disponibles que además de sostener dicha oferta, promuevan vínculos intergeneracionales de mayor igualdad.

En nuestra vida cotidiana, de manera reiterada, lo profesional irrumpe inesperadamente. Algo de esto me pasó al leer el libro de Michael Pollan: “Cocinar. Una historia natural de la transformación”. En su introducción, Pollan se pregunta por qué cocinar. Apoyándose en el aporte de varios antropólogos, afirma que cocinar es una actividad específicamente humana. Y ese acto además, en algún sentido, tiene que ver con el origen de la cultura. Pero cocinar añade, no sólo nos proporcionó la comida, sino también la oportunidad de comer juntos, de compartir un determinado lugar y a una determinada hora. Es en la comida compartida según Pollan, donde “nuestros hijos aprender el arte de conversar y adquieren los hábitos de civilización”.

(Imagen en Flickr)

¿Por qué educar? Se trata de una actividad propia de lo humano y su función se remonta al origen de la cultura. En el acto de compartir, las nuevas generaciones se civilizan.

Adolescentes y jóvenes en tanto parte de las nuevas generaciones siempre han interpelado al mundo adulto. Kantor advierte que si bien siempre “los nuevos resultan extraños para los responsables de su acogida”, actualmente estos nuevos son percibidos como hostiles e incluso peligrosos. Dicha advertencia supone al decir de la autora, la consolidación de un “giro de lo extraño a lo hostil”, que tal vez más que hablar de los nuevos jóvenes, habla de los nuevos adultos. (Kantor, 2008:16-17).

Quienes educamos tenemos un compromiso con la cultura. Si bien estamos encargados de dirigir procesos de pasaje, traducción y negociación, debemos habilitar mayores niveles de participación y protagonismo de adolescentes y jóvenes, promoviendo nuevas formas de estar juntos y de compartir lo común.

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Para contactar

Hernán Lahore: Email: hernanlahore@gmail.com

[1] Mediante la aprobación de las leyes Nº 16.137 y Nº 18.270 respectivamente.

[2] Aprobado a través de la ley Nº 17.823.

[3] Según Verónica Filardo (2010), si bien en algunos casos se considera como otro de los eventos la conformación de núcleo familiar, en Uruguay no se cuenta con datos estadísticos al respecto.

[4] En el contexto de las dictaduras militares en América Latina, desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985 se extendió la dictadura cívico-militar en Uruguay.

[5] Documento “Perfil y bases del llamado a Centros Juveniles”, Expediente Nº: 2014-27-1-0025543, INAU

[6] Los criterios de focalización se organizan en base a ciertos problemas sociales definidos: pobreza extrema, ausencia crítica de figuras parentales o déficit en el desempeño de sus funciones, situaciones que vulneren el desarrollo de proyectos de vida en adolescentes acorde a su etapa de desarrollo, desvinculación del sistema de educación formal o vulnerables a la permanencia, trabajo adolescente en condiciones de vulneración de derechos.

[7] En la segunda Encuesta Nacional de Adolescencia y Juventud se considera emancipados/as  a los y las jóvenes que conforman su propio núcleo familiar; autónomos/as a quienes adquieren un domicilio residencial diferente al de sus padres (dejan el hogar de origen); e independientes a quienes son jefes de hogar (o lo es la pareja con quien conviven) (Filardo [Coord.], 2010:36-37)

[8] Se trata del segundo modelo, el de la acción educativa. Núñez entiende que la dimensión crítica refiere a una posición reflexiva que se interroga a partir de lo que acontece. (Núñez [Coord.], 2010)

[9] Ver Pinheiro, R. (2007). Cuidado como um valor: um ensaio sobre o (re)pensar a ação na construção de prácticas eficaces de integralidade em saúde. En R. Pinheiro y R. A. Mattos (Org.), Razões públicas para a integralidade em saúde: o cuidado como valor. Rio de Janeiro: CEPESC-IMS/UERJ-ABRASCO.

[10] Idea que hemos desarrollado en un trabajo anterior (Lahore, Pastore y Pereyra, 2010), procurando  dar cuenta de una forma adolescente de hallarse en situación. El o la adolescente transita esta etapa de la vida ocupándose intensamente por su construcción identitaria

[11] Se trata de la representación de una obra que tiene que ver con lo humano y con compartir lo común entre todos. (Lahore, 2018)

Fecha de recepción del artículo: 22/01/2020
Fecha de aceptación del artículo: 05/02/2020