Maria Barba, Universidad de Santiago de Compostela
El artículo busca establecer las coordenadas según las que se delimita el campo de la educación ambiental (en adelante EA), ante los riesgos que supone la indefinición en la que se mueve. Para ello se toman como referencia trabajos de reflexión teórica e investigaciones que nos aproximan a la comprensión de la EA como movimiento social, conocimiento, formación y profesión, y desvelan algunas de las tensiones en su proceso de consolidación. El análisis refleja a la EA como un espacio social enormemente diverso, en coherencia con la naturaleza compleja y pluridimensional del reto educativo que enfrenta. El problema no se sitúa en su carácter heterogéneo, sino en el hecho de que el proceso de autonomización se encuentra en un estado incipiente. Definido en la intersección del campo educativo, el ambiental y el sociocultural, ocupa una posición escasamente relevante dentro de los espacios académicos, formativos y profesionales en los que se inscribe; sufre de intrusismo profesional y precarias condiciones laborales, asociadas a la falta de reconocimiento de su especificidad; y opera como un espacio enormemente heterónomo, a las dinámicas sociopolíticas y a los intereses y a las lógicas de los espacios académicos y profesionales a los que se vincula.
The article seeks to establish the coordinates according to which the field of environmental education (hereinafter EA) is delimited, in view of the risks involved in the lack of definition in which it moves. In order to do this, theoretical reflection and research works are taken as a reference that bring us closer to the understanding of EE as a social movement, knowledge, training and profession, and reveal some of the tensions in its consolidation process. The analysis reflects the EA as an enormously diverse social space, in coherence with the complex and multidimensional nature of the educational challenge it faces. The problem does not lie in its heterogeneous character, but in the fact that the process of autonomization is in an incipient state. Defined at the intersection of the educational, environmental and socio-cultural fields, it occupies a scarcely relevant position within the academic, training and professional spaces in which it is inscribed; it suffers from professional intrusiveness and precarious working conditions, associated with the lack of recognition of its specificity; and it operates as an enormously heteronomous space, with the socio-political dynamics and interests and logics of the academic and professional spaces to which it is linked.
El campo de la EA es enormemente diverso. La diversidad es enriquecedora en la medida en que responde a su naturaleza compleja y pluridimensional, pero en ocasiones lo desdibuja y dificulta su desarrollo y consolidación (García, 2004; Meira, 2009). La indefinición o falta de límites claros conlleva una mayor vulnerabilidad; la hace instrumentalizable cuando conviene; prescindible sin mayores costes sociales ni políticos, cuando no interesa o resulta molesta; susceptible de desaparecer producto de políticas de austericidio; o de diluirse entre nuevas y viejas corrientes, movimientos y profesiones lindantes que, bebiendo de sus posicionamientos y saberes, se definen bajo otras etiquetas. Si bien el carácter heterogéneo de la EA es contrario a una definición única de la misma, de su finalidad y razón de ser, de sus fundamentos y prácticas, tampoco podemos quedarnos en la indefinición. Conviene esclarecer que no cualquier actividad de información, formación o educativa sobre el medio ambiente es EA, ni que cualquier perfil profesional se puede vincular a este campo, ni que cualquier institución o grupo social es susceptible de impulsar acciones de EA, sin tomar en cuenta la posición que ocupa e intereses asociados. El reto no estriba en homogeneizar el campo bajo una perspectiva “legítima” de EA sino en realizar un trabajo de reflexión dirigido a, por un lado, delimitar para reconocer su identidad, sus elementos de distinción respecto a otros espacios sociales y, por otro, objetivar su estructura interna, las diferentes posiciones sociales y tomas de posición en relación a las disputas por la definición de la EA.
El punto común innegable que sustenta las diversas identidades de la EA es el reconocimiento de la existencia de una crisis ambiental de causas fundamentalmente humanas, que demanda de una respuesta social en la que la educación –en la articulación con otros campos (político, económico, científico, etc.)– tiene que asumir un papel fundamental. El hecho de responder a una realidad problemática, hace que la EA se enmarque dentro de los planteamientos teórico-prácticos modernos que se justifican por la necesidad de dar respuestas satisfactorias a las tensiones que emergen de una confrontación reflexiva con las experiencias de crisis (Benner, 1998). La problemática ambiental no es una realidad única, se materializa, se percibe, se interpreta y suscita respuestas diferenciadas en función de los grupos y de los contextos sociales y culturales que toman conciencia de ella (Sánchez, 2002). Impensable sería hoy, por ejemplo, un cartel electoral como el del PSOE del 1977, ilustrado por Jose Ramón Sánchez, en el que industrias y transportes contaminantes formaban parte de la imagen con la que representaban el modelo de desarrollo que prometía el partido y con el que por aquel entonces se ganaron la simpatía de su electorado. Esto es así porque la misma crisis no se puede acotar a través de una simple aproximación positivista a las dinámicas de la biosfera, sino que su construcción implica la puesta en tela de juicio y la activación de factores y variables de naturaleza cultural (saberes, sistemas de creencias y valores, estilos de vida, ciencia y tecnología, etc.), social (roles sociales, organización política, organización de la propiedad, movilidad geográfica, tipología de asentamientos, etc.) y económica (explotación, producción, distribución y consumo). El mito de la solución tecnológica ha sido desmontado, pero seguimos investigando cómo poblar otros planetas cuando el nuestro sea inhabitable, en vez de realizar una apuesta decidida por transformar nuestras sociedades y su relación con el medio que habitan, reto innegable de la educación social. En palabras de Kassas (1990), la problemática ambiental se origina en el sistema articulado entre la biosfera, la tecnosfera y la sociosfera, espacios a los que Novo (1997) añade la noosfera, incorporando la dimensión cultural del ambiente. Desde esta perspectiva, la EA no puede limitarse al conocimiento y a la comprensión de los procesos del medio ambiente natural, sino que tiene que atender y buscar incidir, desde un pensamiento complejo y crítico, en la red de interrelaciones entre los diferentes subsistemas.
Parcerisa (1999) decía de la pedagogía social, también acusada de indefinición y polisemia (Fermoso, 1994), que el hecho de encontrarnos ante un substantivo que acompaña al término “pedagogía” muestra que se trata de un tipo de educación, siendo que el reto radica en acordar el carácter de la misma, así como la parcela a la que se refiere el calificativo que la acompaña. Esto parecería obvio pero, debido al sesgo ambientalista que sufre la identidad del campo de la EA, no se quiere dar por superada esta línea argumental, siendo interesante remarcar que, efectivamente, estamos hablando de educación. Partiendo de este presupuesto, la concreción sobre el paradigma de educación en el que se asienta y, por lo tanto, del rol de las personas implicadas en el proceso educativo, de las metodologías y las formas de acción, de los tiempos y los espacios y, de manera fundamental, de la finalidad de la praxis educativa –reflexiones por completo pedagógicas– se presentan como primer plano de disputa, en un sentido dialéctico, para la delimitación del campo de la EA. Dicho esto, hace falta cuestionarse –adaptando el interrogante de Caride (2004)[1]– ¿qué añade lo ‘ambiental’ al substantivo ‘educación’?, ¿qué espacios disciplinares, formativos y profesionales genera?. Y será la primacía otorgada a cada uno de los subsistemas del ambiente antes expuestos uno de los ejes en los que se mueve la definición de su identidad, no exenta de polémica y luchas de poder.
La elaboración de topografías del campo de la EA que atienden a los interrogantes “qué educación, qué ambiente, para qué sociedad” ha sido objeto de numerosos trabajos de investigación y reflexión teórica (Calvo y Gutiérrez, 2007; Caride y Meira, 1998la, 1998b y 2001; Eschenhagen, 2003; Faladori, 2000; Figueroa, 1996; Gutiérrez, 1995; Martínez, 2004; Novo, 1996, 2003; Reigota, 2002; Sauvé, 2005a, 2005b). En éstos se definen categorías de las que se extraen, de forma explícita o implícita, diferentes posiciones en relación a la orientación de la EA, de su finalidad e intereses, dando cuenta del componente cultural y político-ideológico que es consubstancial a la diversidad de acepciones y corrientes de EA (González-Gaudiano, 2005).
Lo que aporta este artículo sobre trabajos previos es la estructuración de la EA como “campo” con una orientación sociológica, es decir, desde el significado que Bourdieu otorga a este concepto, entendiendo la EA como la red de relaciones que se establece entre los diferentes agentes que lo componen, posiciones definidas por el dominio de las diversas formas de capital (cultural, económico, social y simbólico), que vienen a determinar sus intereses y aspiraciones, así como las relaciones (dominación, subordinación, homología, etc.) con otros agentes sociales (Bourdieu y Wacquant, 1995). Es decir, se trata de proponer un esquema de diferenciación de las diferentes posiciones sociales –y condiciones asociadas– según las que se estructura este espacio social y que marcan las disputas por definir su identidad y trayectoria.
Apuntaba Fermoso (1994), en relación al campo de la pedagogía social pero perfectamente extrapolable a la EA, la necesidad de contemplar y armonizar tres vectores sustanciales: su construcción científica, su construcción como disciplina académica y como ámbito de profesionalización. Meira (2007) añade otra dimensión, propia del campo de la EA, que es su orientación política y/o militante. Partiendo de las aportaciones de ambos autores, se pretende una mirada atenta, cuando menos, a estas cuatro dimensiones de análisis (gráfico 1).
Este enfoque de análisis se nutre de los resultados de diversos estudios que exploran la identidad y situación socioprofesional de la EA en diferentes territorios del contexto español (AEAMadrid, 2015; Estrada et al., 2014; Gutiérrez, 2007; Huertas et al., 2016; Jiménez y Leiva, 2010; Meira, Barba e Lorenzo, 2017; Soto, 2007; Soto e Pardellas, 2010) y de los resultados del trabajo de tesis que analizó desde una perspectiva sociobiográfica la construcción del campo de la EA (Barba, 2015).
Abordar la EA como movimiento implica, por un lado, inscribirla dentro de un proyecto de cambio social, en relación con diversos colectivos que se posicionan activamente desvelando una realidad ambientalmente molesta y procurando la construcción de otros futuros posibles; pero también en el conflicto con agentes que responden a intereses opuestos y que, inmersos en un sistema neoliberal, suelen ocupar las posiciones de poder. En su dimensión política, la EA puede ser definida en una doble vertiente: como “movimiento social que surge como reacción al modelo de desarrollo que se impulsa en occidente después de la Segunda Guerra Mundial” (Calvo y Gutiérrez , 2007: 21); o bien como la concreción propositiva de diferentes movimientos (ecologista, ambientalista, de renovación pedagógica, altermundista, decrecimiento, etc.) que incorporan la cuestión ambiental como objeto de sus luchas y la educación como estrategia en la promoción del cambio y en la construcción de alternativas.
La EA nace a inicio de los 80 como una herramienta de trabajo vinculada a movimientos sociales: por una parte, a la militancia dentro del sistema escolar, a las iniciativas de innovación educativa y compromiso social de los colectivos de renovación pedagógica que impulsa el profesorado, en una apuesta decidida por otro tipo de educación; por otra, como instrumento de acción del movimiento ecologista, como parte de los recursos activados para concienciar sobre la crisis ambiental en distintos ámbitos de la vida social. En su evolución se fue consolidando paulatinamente como un campo autónomo y con identidad propia, pero aun así en su seno se pueden diferenciar varias corrientes mediadas por la vinculación a estos movimientos y a otros que fueron incorporándose por el camino, introduciendo nuevos discursos y líneas de acción.
Así, la EA se vincula desde sus orígenes a tres corrientes clásicas: ambientalista, conservacionista y ecologista, que se diferencian en relación a la lectura que realizan de la crisis ambiental y a la radicalidad de sus propuestas. Siguiendo las aportaciones de Sosa (1989), Dobson (1997) y Caride y Meira (2001), la EA asociada a cada una de estas corrientes político-ideológicas cobra un cariz distinto:
Pero no son estas posiciones contrarias ni estancas, medidas ambientalistas y conservacionistas convergen con enfoques ecologistas en una lucha común. El problema no es que la EA promueva el cambio de hábitos o el cuidado de entornos protegidos, debe hacerlo, el problema reside cuando se limita únicamente a ello sin cuestionar los modelos de sociedad que generan dicha problemática. Vivimos actualmente el punto absurdo de que entidades contrarias al posicionamiento ecologista, enormemente dañinas para el medio (empresas energéticas, papeleras, agrícolas, pesqueras, etc.) realizan actividades bajo la etiqueta de la EA, pervirtiendo el discurso ecologista. No se debería hablar de EA cuando nos encontramos frente a prácticas que desatienden la dimensión socioeconómica y política de la crisis ambiental. Pero la EA ha sido instrumentalizada, empleada por colectivos ajenos a los intereses ecologistas que vieron las oportunidades de un momento histórico en el que podía aprovechar líneas de financiamiento públicas o sabían que vendía el discurso de lo verde, impulsando acciones de entretenimiento en la naturaleza, tranquilizadoras de conciencias, simplificadoras de la complejidad del reto ante el que nos sitúa como sociedad la crisis ambiental.
La permeabilidad a otras luchas que enriquece la dimensión social del ecologismo se vio fortalecida a partir de los años 90, en los que la crisis ambiental aparece cada vez más ligada a los problemas de la globalización económica y a los mecanismos de mercado en los que se sustenta. En esta etapa se transversaliza con las luchas de los movimientos altermundistas o antiglobalización, un esfuerzo sociopolítico de oposición a un sistema socioeconómico generador de desigualdad, explotación y destrucción del medio, de la diversidad de culturas y de formas de vida (Rodríguez y Serantes, 2010). También el campo de la cooperación internacional incorpora en esa etapa la dimensión ambiental del desarrollo y el concepto de sostenibilidad (Mesa, 2000). Al igual que el concepto “antiglobalización” evoca una clara oposición a la estrategia neoliberal, el concepto “altermundista” recoge un mensaje de acción y cambio bajo el lema “otro mundo es posible”, redimensionando y ampliando las líneas de trabajo de la EA en esa dimensión propositiva. La EA ya no es sólo crítica y concienciación sobre la problemática socioambiental, sino también la promoción de espacios y procesos en los que diseñar alternativas.
Actualmente están aflorando diversas iniciativas y movimientos fundamentados en la exploración y construcción de alternativas sociales y económicas que tienen en la sostenibilidad un principio y un fin central. Las propuestas que promueve la agroecología enlazada con la soberanía alimentaria, las cooperativas de consumo, las finanzas éticas, los movimientos de decrecimiento, las comunidades en transición, entre otras, confluyen con el campo de la EA y lo hacen en mucha mayor medida que algunas de las acciones escasamente transformadoras que se han realizado bajo esta etiqueta. Se percibe que muchas de las personas implicadas en estas experiencias, en sus dinámicas de participación, divulgación, concienciación, etc., hacen EA pero no la reconocen como tal, de forma que el concepto pierde presencia y relevancia dentro de los movimientos sociales (Pardellas, 2015).
En un análisis de la trayectoria política del campo podemos observar la evolución de muchos de los colectivos militantes de mano de los que nació la EA hacia formas más institucionalizadas (asociaciones, empresas, etc.), con importantes conquistas en la sostenibilidad y profesionalidad de sus iniciativas, pero en detrimento de su dimensión política y de participación social. Convertidas en entidades prestadoras de servicios educativo-ambientales, muchas veces se ven obligadas a adaptar sus propuestas a las líneas de financiamiento, aceptando intereses ajenos y ajustándose a aquellas versiones de la EA más amables para el sistema. Se presenta como una consecuencia clara de su distanciamiento respecto a su identidad de movimiento social, víctima del mecanismo ideológico que creo la ilusión de conquista social sin la necesaria atención a todo lo que se estaba perdiendo por el camino, un proceso de “envejecimiento social” (Bourdieu, 1988) que adormece su fuerza de base y pueda haberla llevado al abandono de las aspiraciones más transformadoras.
Atender a la EA como un saber que se crea supone explorar y definir su capital cultural específico, aquellos conocimientos que constituyen su objeto de estudio. Son muchos los trabajos que se sitúan en la pretensión de definir “la verdadera educación ambiental”, siendo esta cuestión objeto de luchas a lo largo de su trayectoria. Calvo y Gutiérrez (2007) realizan una interesante labor de sistematización de los marcos de fundamentación de las diversas corrientes de EA, diferenciando: teorías sociológicas y psicológicas, pedagógicas, sociopolíticas, económicas y de desarrollo, éticas y filosóficas. La cartografía de Novo es representativa del vampirismo teórico por el que se construye el cuerpo de conocimiento del campo de la EA, que enriquece su discurso y enfoques, en coherencia con la complejidad y multidimensionalidad del reto que comporta.
La diversidad interna del campo permite hablar de múltiples “educaciones ambientales” (Novo, 1996), categorías que existen no sólo de forma teórica, sino que forman parte de las luchas discursivas por la definición de la identidad y desarrollo del campo de la EA. Como es de esperar, cada ámbito científico y/o disciplinar defenderán la primacía de sus saberes, para hacer valer las formas de capital dominadas por sus integrantes. Refleja este punto de conflictividad la obra que en los orígenes del campo coordinó Sosa (1989), en la que convergen artículos centrados en la defensa de la relevancia de los saberes ecológicos (Gómez y Ramos, 1989), frente a trabajos que reivindican la necesidad de avanzar en el fortalecimiento de su dimensión educativa (Colom y Sureda, 1989). Superada la dualidad de esta etapa inicial, parece haberse llegado a un relativo consenso a la hora de situar al campo en la interface de lo ambiental y lo educativo, como “trans-campo” (Meira, 2009), pero abierto a otros espacios de conocimiento y saber que pueden capacitar a las personas para el trabajo desde enfoques complejos (García, 2004) e integradores (Sauvé, 1999), incorporando perfiles formativos y profesionales diversos.
Inscrito en la complejidad de las coordenadas expuestas, se aspira a un saber pedagógico, normativo y praxiológico (Caride, 2002), orientado a la práctica educativa y surgido de la reflexión sobre la misma “creando cuerpos de conocimiento empírico generalmente más eficientes que los que se nutren única y exclusivamente de referentes teóricos” (Oliver, 2013: 56). Es éste un elemento característico del campo de la EA, que ha conformado su sustento teórico en diversos espacios sociales, espacios de reflexión académica, científica, militante y profesional, con las peculiaridades que aportan cada uno de ellos y el valor social asociado.
Pese a que el grueso de la bibliografía que discute la construcción del campo recae en el ámbito universitario, la realidad es que la EA se construye tanto dentro de los muros de la academia como en los espacios de militancia y en los círculos profesionales. El desequilibrio en la producción teórica reside en diferencias en la cultura profesional, de una academia orientada a la reflexión teórico-analítica, frente a un espacio profesional y militante muy refractario a formalizar su reflexión y su práctica, orientado a la acción y poco dado a recogerla y sistematizarla de forma escrita. Esta descompensación se ha dado, según Morelos (Arias, 2013) acompañada de una cierta dosis de conflictividad en la construcción del campo entre académicos/as-investigadores/as y quien ejerce en las bases, y sin el necesario intercambio y transferencia de conocimiento.
Esta primacía de los saberes prácticos generados fuera de los canales institucionalizados, sumado al vampirismo teórico en el que se concreta dentro de la academia, incide en la falta de reconocimiento –social, académico, profesional– de sus saberes. A ello se suma un motivo mucho más silenciado, su naturaleza contrahegemónica, que lo convierte en un capital cultural escasamente operativo –y nada deseado– en nuestras sociedades capitalistas neoliberales.
La escasa valoración de sus saberes y la especialización de los mismos se traduce en malas condiciones laborales. Tal y como reflejan los estudios recientemente elaborados por diferentes asociaciones profesionales de educación ambiental (Meira, Barba e Lorenzo, 2015; Estrada et al., 2014; AEAMadrid, 2015; Huertas et al., 2016), la inestabilidad laboral es muy elevada, la mayoría de los profesionales no se dedican en exclusiva a esta función y la mayoría de las/os profesionales no llega a la condición de mileuristas, siendo las personas por debajo del salario mínimo un elevado porcentaje (gráfico 2).
Gráfico 2. Salario mensual de las personas encuestadas en las 4 comunidades autónomas.
Al no reconocerse como un saber específico, especializado y complejo, no se retribuye en la medida que corresponde, a pesar de que los estudios reflejan que el colectivo de educadoras/as ambientales se caracteriza por ser un grupo profesional hiper-formado, en su mayoría con estudios universitarios y de especialización (Gutiérrez, 2007), coherente con la complejidad del reto que comporta. Aun así, pareciera que quisieran hacernos creer que esa elevada cualificación es más una voluntad personal de las educadoras/es ambientales que una necesidad real de su práctica profesional, y así nos encontramos con demasiada frecuencia con empresas o administraciones que sitúan en los puestos con funciones de EA a personas sin formación específica asociada.
La EA se presenta también como espacio de formación que se hace accesible a través de itinerarios variados, tanto dentro como fuera del sistema educativo. En el campo convergen diferentes posiciones en relación a la capacitación válida de un educador/a ambiental, así como de las vías legítimas para conseguirla. Éste continúa siendo un elemento de reflexión que no cuenta con un fuerte consenso, pese a acaparar gran parte de los debates en el proceso de profesionalización y consolidación de la EA.
Dentro del ámbito universitario, no existen estudios de grado específicos, sino que la EA aparece como materia vinculada a determinadas titulaciones, con un peso escasamente relevante en las mismas. En el contexto gallego la EA entra en el ámbito universitario en el año 1980 a través del plan de estudios de la titulación de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de Santiago de Compostela, aunque ésta no era una realidad común al conjunto del Estado, dado que diez años después aún sólo otras dos universidades, la UNED y la de las Islas Baleares, habían implantado esta materia. Actualmente la materia está presente en las facultades de educación de algunas universidades, en las titulaciones de Magisterio de Educación Infantil y Educación Primaria y de Educación Social, aunque en la mayoría de los casos con carácter optativo. Pero la titulación de Biología, a la que se vincula un amplio sector de profesionales del campo, continúa sin ofrecer entre las materias de formación básica, obligatorias u optativas la EA y su escasa presencia en las titulaciones de Ciencias Ambientales se limita en la mayoría de los casos a una materia con carácter optativo. A pesar de ello, ambas titulaciones identifican la EA como uno de los nichos de empleo más relevantes en su sector, y las/os profesionales de la educación continuamos viendo como el mercado laboral continúa priorizando estos perfiles a los nuestros, en una clara supremacía del saber ambiental sobre el educativo.
La formación específica en EA se concreta en el ámbito universitario especialmente a través de estudios de posgrado, master y especialización. Para las/os pioneras del campo tuvo gran relevancia en los inicios las escuelas de verano y, muy especialmente, la creación en 1996 de los estudios de posgrado de Educación Ambiental y Desarrollo Sostenible de la UNED. Estos estudios destacaron por su potencialidad a la hora de reforzar y consolidar la formación específica de quienes se fueran aproximando, y en el proceso construyendo, la educación ambiental. Relevante fue también el Programa de Doctorado Interuniversitario en Educación Ambiental, que se inicia en el CENAM en el 2000 para desaparecer 10 años más tarde por efectos de la instauración del Plan Bolonia. Destacaba de esta formación el enfoque interdisciplinar, así como el potencial de espacio de encuentro entre un alumnado que, en su mayoría, tenía trayectoria práctica dentro del campo, proveniente de diferentes países, disciplinas y ámbitos de trabajo. Actualmente, aún varias Universidades ofrecen cursos de especialización asociados a la EA, pero en escasas ocasiones bajo esta etiqueta.
La EA se incorpora en la formación profesional en el año 2007 bajo el título de “Interpretación y Educación Ambiental” (RD 814/2007). Pero dicha formación no acaba de cumplir las expectativas del sector, debido a su sesgo naturalista y asociado a actividades en el tiempo libre (Soto, 2006). Resulta revelador de la orientación e identidad profesional que se le atribuye a la EA el hecho de que esta formación se inscribe dentro de la familia profesional de “Seguridad y medio ambiente” y no dentro de la familia de “Servicios socioculturales y a la comunidad”, de corte más netamente educativo y más próxima a su identidad real.
En cualquier caso, si algo caracteriza al campo de la EA es la diversidad de perfiles formativos. Según los datos de una encuesta aplicada a educadoras/es ambientales de Galicia (Meira, Barba y Lorenzo, 2017), dentro del campo de la EA convergen personas de 14 titulaciones diferentes, asociadas a diversos ámbitos disciplinares (tabla 1).
Tabla 1. Distribución de la muestra por titulaciones de acceso
Biología | 38 | Ciencias experimentales | 45,5% | |
Cc. Ambientales | 5 | |||
Cc. Del Mar | 4 | |||
Química | 1 | |||
C.S. Química ambiental | 2 | |||
C.S. Gestión y organización de los recursos naturales y paisajísticos | 1 | |||
Ing. de Montes | 3 | Ingenierías | 12,5% | |
Ing. Técnica Forestal | 5 | |||
Ing. Agrónoma | 2 | |||
Ing. Técnica Agrícola | 3 | |||
Ing.. en Bioprocesos | 1 | |||
Pedagogía | 6 | Ciencias sociales | 39,3% | |
Ciencias de la Educación | 6 | |||
Magisterio | 8 | |||
Educación Social | 6 | |||
Sociología | 2 | |||
Trabajo Social | 2 | |||
Graduado Social | 1 | |||
Psicología | 1 | |||
Turismo | 5 | |||
Derecho | 1 | |||
Relacións Laborales | 1 | |||
Relaciones Internacionales | 3 | |||
C.S. Animación Sociocultural | 1 | |||
C.S. Conducción activ. medio natural | 1 | |||
Filosofía | 2 | Humanidades | 2,7% | |
Historía | 1 |
De nuevo, existiendo un peso tan relevante de las ciencias sociales, se cuestiona la percepción social extendida de asociar la EA con las ciencias del medio ambiente. Detrás de esta percepción, subyacen diferencias de prestigio y poder existentes entre las dos áreas de conocimiento, pues en la práctica la EA presenta mayores puntos de convergencia con las funciones y competencias asociadas a la educación social que a la biología. Al igual que la educación social, se presenta como acción educativa que promueve el cambio social, entendiendo el ambiente desde esa acepción amplia que atiende a cuestiones de calidad de vida, calidad ambiental y equidad (Iglesias y Meira, 2007). Pero el propio retrato del sector que ofrece el Informe empleo verde en una economía sostenible (Jiménez y Leiva, 2010, p. 216) recoge erróneamente los estudios de Magisterio como la única formación superior vinculada a las Ciencias de la Educación con presencia en el ámbito da EA.
Partiendo de la heterogeneidad de perfiles e itinerarios, en el debate sobre la formación en EA se dan dos posturas diferentes: quien considera que debería avanzarse en la consolidación de estudios específicos como vía de profesionalización y de adquisición de un mayor reconocimiento social; y quien apunta el riesgo de que este proceso implique limitar su diversidad y complejidad, siendo un atajo para alcanzar un reconocimiento social al que se debe acceder a través de un trabajo bien realizado (Cano, 2004). Posiblemente no se trate tanto de avanzar en una formación específica de grado, como de fortalecer su presencia dentro de las titulaciones a las que se vincula profesionalmente e impulsar estudios de especialización o posgrado que contribuyan a su consolidación académica y disciplinar.
La polémica sobre la certificación de los saberes es especialmente acentuada en un campo donde los espacios no académicos también han sido fundamentales en la formación de sus profesionales. Muchas de las y los educadoras ambientales identifican en el activismo y la militancia dentro de los grupos de renovación pedagógica, ecologista o ambientalista, o en las actividades llevadas a cabo por estos grupos, la principal fuente de capacitación como educadores/as ambientales (Barba, 2015). Es característico de la mayoría de las/os educadoras/es ambientales un amplio currículo formativo, compuesto por la participación en cursos, jornadas, espacios de encuentro, etc. (Gutiérrez, 2007), pero escasamente certificada como formación oficial que ayude a posicionarse en el mercado laboral. Existe, así mismo, una gran dificultad para acceder a la información sobre este tipo de formación por estar escasamente sistematizada.
El análisis de campo como profesión introduce nuevas dificultades en su demarcación y diferenciación con respecto a campos fronterizos. Acotarlo en relación a otras profesiones educativas, del medio ambiente o del ámbito sociocultural, no es un reto fácil dada su indefinición (Soto y Pardellas, 2010). Sirva de ejemplo el caso gallego (Meira, Barba y Lorenzo, 2017), donde las educadoras/es ambientales se identifican con 22 perfiles profesionales diferentes (tabla 2), la amplia mayoría perfiles periféricos –no propiamente de EA– en los cuales, asumiendo que ejercen como educadores/as ambientales, vinculan su identidad profesional a otros espacios: sistema educativo (4); ambiental (4); sociocultural (7); otros (2). Esta diversidad nos lleva a entenderlo más como un campo profesional que como una profesión (Gutiérrez, 2007; Soto, 2006), “un campo en el que los educadores ambientales entran y salen frecuentemente y simultanean con otros campos profesionales, profesiones y ocupaciones” (Gutiérrez, 2007: 468), y donde la amplia mayoría no se dedica en exclusiva a la EA, tal y como muestran los estudios (Meira, Barba e Lorenzo, 2015; Estrada et al., 2014; AEAMadrid, 2015; Huertas et al., 2016).
Tabla 2. Distribución de la muestra en frecuencias según perfil profesional.
Profesión |
2007 |
2013 |
Educador/a ambiental |
20 |
9 |
Coordinador/a de programas, proyectos y centros |
7 |
7 |
Monitor/a de educación ambiental |
12 |
5 |
Guía intérprete medioambiental |
6 |
1 |
Comunicador/a ambiental |
– |
1 |
Maestro/a |
1 |
1 |
Profesor/a enseñanza secundario y bachillerato |
5 |
8 |
Profesor/a universidad |
7 |
6 |
Tutor/a escuela taller |
1 |
– |
Técnico/a de medio ambiente |
5 |
6 |
Técnico/a en gestión forestal y conservación da naturaleza |
1 |
1 |
Brigadista forestal |
– |
1 |
Topógrafo/a de campo |
1 |
– |
Técnico/a juventud |
2 |
1 |
Animador/a sociocultural |
1 |
1 |
Técnico/a en desarrollo territorial |
– |
1 |
Técnico/a en comunicación y participación pública |
1 |
– |
Técnico/a en Cooperación para el Desarrollo |
1 |
– |
Guía turística |
– |
1 |
Consultor/a |
2 |
4 |
Investigador/a |
1 |
2 |
Si bien la EA como disciplina se incorporó previamente en los planes de estudio de las titulaciones de educación y continúa teniendo una presencia más marcada que en las titulaciones de ciencias naturales, en el plano profesional se vincula institucionalmente al sector ambiental (INEM, 2004). En este sector se asocia a las actividades destinadas a medir, prevenir, limitar, minimizar o corregir daños al medio ambiente que son producto de la acción humana (OCDE e EUROSTAT, 1999). Se nombra dentro de este sector con la categoría de “Educación e Información Ambiental”, entendiendo la información como un instrumento en el que se apoya la EA (IMEDES, 2006). En cambio, la Clasificación Nacional de Ocupaciones, que incorpora la educación ambiental en el 2011 (RD 1591/2010), la inscribe con el código 2326 dentro de la categoría de “Profesionales de la enseñanza”.
Este escenario de diversidad se traduce también en una enorme pluralidad de prácticas profesionales. La cuestión de las prácticas es un aspecto que aglutina mucha de la investigación en EA. Destaca la cartografía de corrientes de EA elaborada por Sauvé (2005la, 2005d), que identifica 15 corrientes en función del concepto de medio ambiente que manejan y objetivos a los que responde, diferenciando entre aquellas con una larga trayectoria en el campo (naturalista o conservacionista; solución de problemas; sistémica; científica; humanística; ética e holística) y aquellas otras de reciente incorporación (bioregionalista, práxica, crítica social, feminista, etnográfica, ecoeducación, desarrollo sostenible). Pero la opción por uno u otro enfoque no responde siempre a una cuestión de orientación epistémica o político-ideológica; en la mayoría de los casos está muy mediada por multitud de condicionantes asociados a la posición ocupada por el/la profesional o colectivo que la impulsa: por su trayectoria formativa y capital cultural dominado; por el perfil profesional y funciones asociadas; por el contexto en el que se ejerce dicha profesión; o incluso por las oportunidades económicas que ofrece el contexto social más amplio (fuentes de recursos, líneas de financiamiento públicas, etc.). Se presenta como un campo muy permeable a presiones externas o a los intereses y lógicas de funcionamiento de los espacios en los que se inserta.
A lo largo de su trayectoria, la EA fue avanzando en su profesionalización siguiendo las fases típicas del proceso señaladas por Wilensky (1964). Comienza en los años 80 como actividad ejercida por personas sin una formación específica en EA, en el seno de los colectivos ecologistas o de renovación pedagógica en los que se va constituyendo el propio campo. Seguidamente, a finales de los 80 y durante la década de los 90, se genera programas formativos que favorecen la creación y acceso a un corpus de conocimiento propio: cursos, jornadas, especializaciones, estudios de posgrado y doctorado, formación profesional. A partir de ahí se trabaja en la definición de perfiles profesionales específicos, creándose asociaciones y agrupaciones dirigidas a defender los intereses corporativistas del campo, avanzando en la paulatina institucionalización y consolidación de normativas y regulaciones. La cuestión de la profesionalización se convierte en un tema de reflexión recurrente en diferentes espacios de diálogo generados con el objetivo de fortalecer el campo de la EA (Seminario Permanente de Asociaciones de Educación Ambiental, Seminario de Equipamientos de Educación Ambiental, etc.), y de diversas agrupaciones profesionales. El proceso no fue rápido ni fácil, implicó el esfuerzo y dedicación vocacional de personas que se identificaban como educadoras y educadores ambientales y apostaron decididamente por consolidar su perfil profesional, una esfera de empleo asociada al mismo y una progresiva autonomía en el ejercicio de su trabajo, elemento clave en la profesionalización de un campo (Densmore, 1990; Labarree, 1999). Lamentablemente, los tiempos actuales son absolutamente contrarios y suponen un retroceso respecto a los logros conseguidos.
Las condiciones laborales del campo nunca han sido buenas. Ya en el año 2000, la primera estrategia autonómica de EA recogía que la situación laboral de las/os educadoras/es ambientales que ejercían fuera del sistema educativo “no ofrece, en general, condiciones dignas en cuanto a la estabilidad, duración y regulación de la jornada laboral y remuneración” (Resolución do 3 de outubro de 2000 pola que se publica a Estratexia Galega de Educación Ambiental). Pero en la última década, producto de las políticas de austericidio, el sector de la EA se ha desplomado, derivando en una aún mayor precarización de las condiciones laborales, a saber: una fuerte caída del empleo, bajada de salarios, mayor inestabilidad y temporalidad de los contratos, etc. (Meira, Barba e Lorenzo, 2015; Estrada et al., 2014; AEAMadrid, 2015; Huertas et al., 2016). A esto se suma un claro proceso de proletarización, que implica que “tras la pérdida de control sobre los términos económicos del trabajo está la pérdida de control sobre qué trabajo debe ser realizado y cuál debe ser el objetivo del trabajo” (Rodríguez, 2008: 55), derivando en altos niveles de insatisfacción. Si sólo un 11,9% de las educadoras y educadores ambientales gallegos indicaba en 2007 estar “poco o nada satisfecho”, en 2013 el porcentaje asciende a un 34,25% (Meira, Barba y Lorenzo, 2017).
La aproximación al campo como profesión permite también visualizar a las y a los educadores ambientales como personas y colectivos con intereses corporativos que tratan hacer valer en el mercado. Supone abordar el campo en su sentido socioeconómico, desvelando la relación con otros campos de poder, pero también las luchas internas entre los diferentes sectores que lo componen (Barba, 2015):
El campo de la EA se sitúa permanentemente en la exigencia de enfrentarse a fuerzas sociales que operan en contra. Por este motivo es de especial gravedad que no cuente con la necesaria fortaleza interna, y que las asociaciones profesionales se estén desintegrando. El reto radica en buscar la confluencia, gestionar el conflicto atendiendo a lo que une a los diferentes colectivos en la lucha común, y lo que cada quien puede aportar desde su parcela de acción y actividad, buscando la cohesión en lugar de la confrontación, conscientes de que los verdaderos enemigos se encuentran fuera.
La EA sufre tiempos difíciles, vemos como desaparece de los movimientos sociales, de las escuelas, de la agenda política, de las líneas de financiamiento públicas, de los espacios laborales, de las titulaciones universitarias, etc. La EA se desmantela en un contexto sociohistórico donde su sentido y necesidad debería ser más evidente que nunca, ante la insostenibilidad de un modelo socioeconómico irracional que, otorgando centralidad al mercado y sus intereses, destruye a las personas y a los ecosistemas.
Los resultados de los diversos estudios presentan a la EA como un campo escasamente consolidado, donde las disputas por definirlo y delimitarlo como movimiento, formación y profesión continúan copando muchos de los esfuerzos de sus integrantes. La EA sufre de intrusismos profesionales y dependencia respeto a lógicas ajenas que son producto de su indefinición y de su aún incipiente configuración como campo relativamente autónomo. Las acciones de EA son muchas veces asignadas como labor complementaria a profesionales o a entidades de otros sectores y no se reconoce que para ejercer como educador/a ambiental sea preciso el dominio de un cuerpo de conocimientos y competencias propio, ocupando estos puestos con personas sin formación específica. La EA se presenta como un espacio enormemente heterónomo, tanto a las dinámicas sociales y políticas del momento, como a los intereses y a las lógicas de los espacios académicos y profesionales a los que se vincula, abandonando en muchas ocasiones sus aspiraciones más transformadoras.
Pese a la infravaloración de la dimensión educativa que la EA ha sufrido a lo largo de su trayectoria, las coordenadas antes expuestas y la realidad sociohistórica del momento constatan la importancia de reforzar la vinculación identitaria (formativa y profesional) de la EA con el ámbito de la pedagogía social y con los retos que enfrenta. La literatura actual en EA hace especial hincapié en líneas de acción confluyentes con la educación social. Se necesita, como defiende Herrero (Oltra y Herrero, 2013), una labor de pedagogía política que promueva el necesario cambio cultural, pues la ideología capitalista ha impregnado nuestras mentes, nuestros idearios, nuestras formas de vida, la vivencia de los tiempos y de las relaciones personales, asumiendo esquemas de funcionamiento y de pensamiento enormemente dañinos para las personas y el medio. Lo que demanda el tiempo actual no son idearios renovadores dentro de estructuras ya creadas sino nuevas formas de acción política (Carvalho, 2002), un nuevo rol de la ciudadanía que acreciente su “capacidad de autogestión y el fortalecimiento de su resistencia a la dominación capitalista” (Sorrentino, et. al., 2005: 287). Es decir, lo que demanda el reto ecologista es educación social.
Las/os profesionales de la educación social tenemos mucho que avanzar en este aspecto, y tomar consciencia de que como personas estamos atravesadas por los patrones de insostenibilidad y centralidad del mercado propios de nuestra cultura. En nuestra actuación incorporamos diferentes gafas para mirar la realidad, para cuestionarnos nuestro marco cultural y estructura social en atención a los distintos ejes de interseccionalidad (género, raza, sexualidad…), pero la dimensión ambiental continúa estando escasamente presente en esa necesidad de “cambiar las gafas ante las señales de insostenibilidad” (Herrero et. al., 2011, p.19).
No hemos de avanzar sólo en fortalecer la EA como área de trabajo de la educación social sino, y muy especialmente, en incorporar la dimensión ambiental y la mirada ecologista en las diferentes áreas de acción de la educación social. Supone hacer frente a una cultura progresivamente desvinculada del medio, de la comunidad, de las problemáticas ambientales que generan los estilos de vida dominantes, y de la acción política, en favor de una ecocidadanía (Sauvé, 2013) que incorpore el ambiente como una de las esferas esenciales para la vida humana y la de otros ser vivos, empleando la EA como estrategia para la participación y construcción de comunidad (Vargas, 2004).
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[1] Caride (2004) interrogaba, en relación al campo de la pedagogía social, “¿qué añade a lo ‘social’ el sustantivo ‘pedagogía?” Se recupera este interrogante cambiando el objeto “pedagogía social” por “educación ambiental”.