Víctor M. Martín-Solbes. Profesor de la Universidad de Málaga. Santiago Ruiz-Galacho. Colaborador Honorario de la Universidad de Málaga
Vivimos en sociedades diversas en las que, a partir de miradas estigmatizantes, racistas y xenófobas, promocionadas desde las mayorías, una parte de la población se ve privada del reconocimiento que como seres humanos merecen. La educación social se presenta como un ámbito del conocimiento capaz de generar acciones eficaces que tengan un impacto transformador de estas dinámicas exclusógenas. A través de la revisión de los elementos que construyen las lógicas hegemónicas y la presentación del paradigma de la diversidad, el presente artículo trata de identificar los retos que debe afrontar la educación social para llegar a ser una praxis que facilite la promoción de una ciudadanía intercultural.
Si bien los procesos educativos, en cuanto construcción de acciones pedagógicas dotadas de contenido, desean vincularse con asuntos que interpelan a la ciudadanía, en más ocasiones de las necesarias se ven subordinados jerárquicamente en relación de inferioridad con los sistemas productivos y de los mercados financieros, así como de sus intereses, a través de dinámicas mercantilizadoras que fagocitan sus intenciones y contenidos. El resultado de estos procesos supone la perversa mutación del derecho a la educación de todas las personas hacia un servicio educativo que algunas personas pueden adquirir.
ASEDES-CGCEES (2007) define la Educación Social como un derecho de ciudadanía, que se concreta en el reconocimiento de una profesión de carácter pedagógico, generadora de contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, que deben posibilitar, a través de las acciones de las educadoras y educadores sociales, la incorporación de las personas, su desarrollo social y la promoción cultural y social, ampliando las posibilidades educativas, laborales, de ocio y participación. Así pues, consideramos la Educación Social, una profesión que genera, mantiene e impulsa vínculos sociales que la mantienen viva. Estos vínculos sociales son, además de su carácter pedagógico y social, las acciones mediadoras, las acciones formativas, las redes sociales que configura, los procesos de socialización, la adquisición de bienes culturales y las personas o grupos con los que interactúa. Todo ello, teniendo en cuenta que toda acción profesional llevada a cabo desde la educación social, tiene implícita una carga ética y política, que nos hace posicionarnos como profesionales con las personas con las que trabajamos y con la sociedad en general.
En demasiadas ocasiones, acostumbramos a fijarnos en las carencias de las personas y colectivos, más que en sus capacidades, lo que nos comunica una concepción negativa de las personas con las que trabajamos construida a través de la mirada diagnosticadora de la persona experta, quien desde un rol asimétrico se atribuye a sí misma la capacidad de juzgar los elementos sociales percibidos y de generar un discurso evaluador centrado en el déficit. Sin embargo, debemos, superando este sesgo diagnosticador, incorporar a nuestra mirada un enfoque integral de la persona en el que tengan cabida no sólo los handicaps asociados a la interacción con la estructura social, sino también, sus recursos y capacidades como agentes sociales, ya que éstas últimas son patrimonio de todo ser humano, procedan de donde procedan y, desde ellas, las personas pueden proyectarse educativa, social, laboral y emocionalmente.
Por otra parte, es necesario superar una visión extendida en algunos ámbitos relacionados con la educación social, como es el denominado “síndrome de ventanilla”, con el que, a veces, la educación social aborda algunas cuestiones desde la distancia y la situación de poder, orientando el trabajo hacia modelos asistencialistas, nada apropiados para la educación social. Más bien optamos por un modelo en el que, desde una actitud de cooperación con las personas y colectivos con los que trabajamos, abordemos las cuestiones problemáticas desde el tránsito democrático y desde la cultura de paz.
En cualquier caso, consideramos que las acciones llevadas a cabo desde la educación social deben tener un componente político, sostenido en la libertad, la justicia, la equidad y el compromiso cívico.
Nuestras sociedades son complejos sistemas de convivencia donde personas diversas, con diversas adscripciones culturales se encuentran, lo que hace necesario que, desde la educación, también desde la educación social, suministremos herramientas y espacios de análisis y reflexión que nos permitan reinventar nuestras realidades teniendo en cuenta al otro, que siendo único en su diversidad no por ello es desigual.
Y es que la educación social adquiere unas dimensiones filosóficas y éticas ineludibles, en la que se conjugan lo político, lo filosófico y lo ideológico con el fin de permitirnos constituir la recreación crítica de las culturas que pueden convertirnos en mejores seres humanos y convivir en mejores sociedades, más igualitarias, libres y justas, concretada en la concurrencia de múltiples discursos, disciplinas, espacios públicos y privados, cuya consecución pasa necesariamente por educar en, con y para una cultura de paz, de manera que esta construcción nos permita tejer el sentido de lo que debe ser la convivencia en términos de equidad y justicia social (Castilla, Vila y Martín Solbes, 2013).
Entendemos la práctica de la educación social como un proceso de desarrollo permanente en el que diversos agentes, personas, instituciones educativas e instituciones sociales construyen y reconstruyen relaciones corresponsables, siendo el papel de la educación social, el de dar respuesta a situaciones, entre las que podemos destacar (Castillo, 2012) los retos derivados de los procesos migratorios a nivel social, con especial incidencia en la cultura democrática; la traslación de estos procesos democráticos a los ámbitos sociales y educativos y el afrontamiento de elevadas tasas de exclusión social que aumentan de manera paulatina y ponen en jaque los sistemas de Bienestar.
Resulta ineludible en este punto reconocer que no existe la neutralidad axiológica en el desempeño de una acción socioeducativa, lo cual implica que, desde la implementación de la misma, debemos preguntarnos a favor de qué y de quién realizamos nuestras prácticas educativas. Esto hace que cuestionemos aquellos otros procesos, erróneamente denominados educativos, que defienden una idea corporativa de normalidad, por definición excluyente y que conducen a dinámicas de exclusión, discriminación y renuncia de valores ciudadanos, ya que las personas incluidas legitiman, por su mayoría y desde su individualismo, las actuales estructuras sociales, mientras que los excluidos, minoritarios, los que no se sienten ni son sentidos como ciudadanos, no luchan por un cambio de estructura social, sino que, a través de procesos individualistas de incorporación a esa sociedad excluyente y por dinámicas de acompañamientos profesionales, basados en procesos de incorporación y en el mantenimiento de una falsa paz social, pretenden dar el paso de excluidos a excluyentes (Martín Solbes y Vila, 2007).
Por lo tanto, pensamos que los procesos educativos tienen mucho que ver con la puesta en valor de la participación ciudadana, que debe ser inclusora y velar por asegurar la redistribución de bienes y la equidad. En este punto, parece indispensable abogar por el poder político de los procesos pedagógicos que ayuden a comprender la sociedad en la que nos desarrollamos, superando la identificación de ciudadanos con consumidores, lo que supone posicionarnos, desde un compromiso social y político, frente a un itinerario neoliberal que nos arrastra.
Si llevamos estas generalidades a los procesos educativos interculturales, estos se convierten en procesos educativos plurales, para la equidad y el reconocimiento del otro, lo que revierte en procesos de construcción y reconstrucción ciudadana. Es en estos procesos donde la educación social debe posicionarse a favor de una sociedad que garantice unas estructuras cuyo fin sea la justicia social, que ponga en valor la diversidad, la responsabilidad, la equidad a través del compromiso y una responsabilidad social que abogue por la defensa de los derechos individuales y colectivos, superando los prejuicios sociales vinculados a nuestras tradiciones culturales.
Desde estas miradas, la identidad se convierte en un tema central a la hora de reflexionar sobre la atención educativa en contextos de diversidad cultural para la consecución de la convivencia. Así, consideramos la identidad como una necesidad del ser humano, es una característica humana exclusivamente, que no es innata, sino que se construye a partir de factores sociales, culturales, emocionales, históricos, familiares. En este sentido, Amin Maalouf nos recuerda que:
“… la identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia, o, dicho de otro modo, la identidad se forma y se transforma continuamente con relación a las formas por las que somos representados y tratados en los sistemas culturales que nos circundan, dando la posibilidad a que en nosotros coexistan identidades contradictorias, de modo que nuestras identificaciones cambian incesantemente” (1999: 35).
De este modo, toda identidad va cambiando, es incompleta y requiere de la alteridad, del contacto con el otro para desarrollarse. El contacto con el otro, a veces, produce insatisfacción, incomprensión y puede llegar a poner en duda la propia construcción identitaria, al comprobar que no es aceptada por el grupo mayoritario; ante este acontecimiento, una opción es reunirse en torno a los que comparten significativamente nuestros rasgos, lo que nos lleva a la segregación.
Erikson (1989), expresa que la adquisición de la identidad se revela como la principal tarea de la adolescencia, implicando tres componentes:
Esto nos conduce a una reflexión sobre la necesidad del reconocimiento para lograr una identidad estable, teniendo en cuenta que el reconocimiento externo debe ser acorde con la propia percepción que requiere de un medio social para concretarse, no tratándose, en ningún caso, de aceptar una identidad impuesta; en este sentido, Jordán, Ortega y Mínguez, señalan que
“… la identidad personal es, en efecto, el propium de cada ser humano, en cuanto tal, el producto autónomo y libre que cada cual, desde la edad más temprana, ha ido construyendo a través de sus interacciones con los otros en entornos como los nuestros, cada vez más plurales” (2002: 113).
Sea como sea, cuando hablamos de interculturalidad, las identidades son parte central. No en vano los procesos de construcción identitarios son una expresión colectiva e individual en el que la cultura adquiere un sentido instrumental de representación propia (Ruiz-Galacho, 2013). En esta línea compartimos lo que ya señalaba Geertz:
“El concepto de cultura que propugno […] es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser, por tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie” (2003: 20)
Esta combinación de significaciones se integra en los procesos identitarios. Por ello es importante, precisamente por una cuestión de justicia en el reconocimiento de las diversas expresiones y significaciones, lograr la libre expresión de nuestra propia identidad y el derecho a que ésta sea reconocida por los demás, aunque nuestra identidad no esté inscrita en las lógicas hegemónicas de las supuestas mayorías identitarias. Y todo ello, con el fin de conseguir, a partir del reconocimiento de nuestras identidades, una convivencia que nos permita vivir en igualdad de derechos y obligaciones, sin olvidar la posibilidad de participar activamente en la configuración de la sociedad, lo que implica avanzar en el reconocimiento de plenos derechos de participación cívica, económica, social, cultural, educativa y política de toda la población. Necesariamente, esto pasa por garantizar la existencia de estructuras, disciplinas e instituciones que generen dinámicas inclusivas y permitan conectar a las personas con la acción social localizada. Es por esto que la participación es una cuestión central, como herramienta de garantías en los acuerdos de la comunidad con representación y disfrute del procomún.
En cualquier caso, consideramos que la convivencia a través de lo intercultural, no puede entenderse como un proceso aislado, como una actividad puntual; si nuestro objetivo es posibilitar la convivencia entre todas las personas de la comunidad, debemos posicionarnos a través de distintas líneas de actuación que Gómez Lara (2012) sintetiza en las siguientes acciones necesarias:
Y es que la educación intercultural se sustenta en los engranajes de la convivencia y ésta se desarrolla en todas las partes de la sociedad, en los centros educativos, pero también en centros sociales, en los barrios, en las asociaciones, por lo que creemos importante que, desde la educación social, se desarrollen proyectos de acción comunitaria que aprovechen la acción educativa de un territorio y a partir de ahí establecer un modo de trabajo educativo compartido.
Vera (2012) propone la adquisición de algunas competencias interculturales básicas y necesarias para la formación de profesionales en educación para la construcción de sociedades interculturales. Siguiendo a este autor, podemos definir las competencias interculturales como aquellas actitudes, habilidades y conocimientos que implican factores cognitivos, afectivos y comportamientos, que permiten convivir en contextos interculturales, compartir proyectos con otras personas y, a la vez, incorporar una mirada amplia de la diversidad y el pluralismo frente a las lógicas de la diferencia que se sustentan en el fanatismo, la intolerancia, el racismo y la xenofobia. En este sentido, Nussbaum (2001) reflexiona sobre las competencias que se han de adquirir para cultivar la humanidad en el mundo actual, señalando tres habilidades centrales. En primer lugar, la autora señala la necesidad de realizar un análisis crítico de las propias creencias, esto es, ser capaces de cuestionar los patrones y códigos culturales adquiridos. En segundo lugar, la capacidad de verse a sí mismo como parte de un sistema complejo e interconectado de relaciones que trasciende las barreras geográficas. Por último, la tercera habilidad a desarrollar sería la capacidad empática, el desarrollo de una imaginación narrativa que permita conectar con las realidades de otras personas, así como con su mundo emocional.
Así pues, debemos enfatizar la importancia de los aprendizajes en estas competencias interculturales no sólo por parte de los educadores y educadoras sociales, sino de cualquier persona; aunque, claro está, las educadoras y educadores sociales, por su condición profesional, tienen una mayor responsabilidad.
Y es que lo intercultural, necesariamente supone un posicionamiento sociopolítico, ya que pretendemos educar en igualdad para la construcción de una ciudadanía diversa, cuestionando las opciones etnocéntricas y xenófobas, optando por el reconocimiento social, político y económico de todas las personas desde la equidad. Existen propuestas reflexionadas, como las de Zambrano y Prieto (2008), que nos pueden ayudar a reconocer la complejidad del tema que abordamos y que, en síntesis, proponen que pensar y practicar la ética intercultural permite minimizar los riesgos y consecuencias de la globalización, creando espacios para el diálogo y la inclusión, matizando que la ética intercultural propone reconstruir sistemas de valores que aseguren los procesos de convivencia en las sociedades, proponiendo el papel activo que la educación debe asumir como responsable de la puesta en práctica de la ética intercultural, a través de la formación en valores para la convivencia y colaborando en la formación intercultural para el reconocimiento del otro.
De este modo, la ética intercultural pivota sobre el diálogo, la libertad, la solidaridad, la justicia y la paz, que hacen posible la relación intercultural a través de la participación, la responsabilidad, el diálogo, buscando espacios comunes para vivir en armonía y es aquí, cuando los procesos educativos cobran sentido a través de la reconstrucción de valores para la convivencia en sociedades culturalmente diversas.
Así pues, entendemos la ética intercultural vinculada a una reflexión pedagógica que se sustenta en el anhelo de la consecución de la justicia social (Díez, 2012), alejada de la violencia estructural, cultural y, a veces, directa y visible, en los que se circunscriben los procesos de relaciones interpersonales (Galtung, 2003), ya que es necesario y urgente entender cómo los procesos interculturales nos afectan a todas las personas, y cómo es necesario transformar las realidades a través del diálogo, para llegar al desarrollo de las diferencias que eviten situaciones de exclusión, porque la construcción de una sociedad intercultural debe articularse en torno a procesos de cambio que nos conduzcan a la toma de referencias de estilos de vida relacionados con la defensa de los derechos de las personas, por lo que creemos que la capacitación técnica de los profesionales de la educación social, debe acompañarse de un compromiso político y social que evite posicionamientos neutrales y asépticos.
Habida cuenta de la compleja realidad que llena de sentido a nuestras sociedades, especialmente en lo referente a los procesos de identificación y relación social, la educación social deviene como una práctica capaz de ofrecer líneas de actuación que propicien el reconocimiento de la diversidad a través del diseño de estrategias que permitan un cambio de paradigma en el abordaje de la interculturalidad. Para ello, hemos identificado cinco retos que debe asumir la profesión con el fin de poder pensar estas líneas de actuación:
En primer lugar, la educación social tiene una labor de reconocimiento del Otro en cuanto sujeto más allá de las categorías identitarias. Resulta evidente que el abordaje la práctica socioeducativa debe pensarse como un proceso relacional que ponga en el centro a las personas con las que dicha práctica se desarrolla, estableciendo así itinerarios profesionalizados que partan del reconocimiento de la dignidad del sujeto y el respeto a su libertad. Así pues, la educación no es, como indica Meirieu (2007), mera poiesis, es en esencia una praxis en la que el sujeto elabora sus propias narrativas, se construye en un espacio de seguridad.
Esta idea conecta con el siguiente reto, y es que la educación social, como educación intercultural, desarrolla una tarea hermenéutica que permite identificar las lógicas que subyacen a las narrativas identitarias de aquellas personas que participan de la acción educativa. Más allá de la construcción de significados de representación y relación que se esconden tras los procesos identitarios, la acción socioeducativa permite pensar la imagen del sí-mismo en clave crítica. Descubrir aquello que cada persona desea contar de sí misma en relación al grupo, ofrece un punto de partida privilegiado para pensarse a uno mismo en relación con la comunidad, como un primer paso para pensar las propias estrategias de sociabilidad.
Aquí es donde podemos vislumbrar un tercer reto de la educación social, constituirse a sí misma como una propuesta ciudadana (Marí, 2005), como una praxis en escenarios de multiplicidades identitarias, a través de estrategias de sociabilidad. Pensar las relaciones sociales como elementos que conforman no sólo comunidad sino estructuras y sistemas sociales, con proyección transformadora y con posibilidad de incidir en las relaciones de equidad y de justicia, asumiendo que la interculturalidad es, inequívocamente, una cuestión sociopolítica.
Esta idea de comunidades que se proyectan como ciudadanías en acción ofrece un cuarto reto a la profesión. La educación social debe garantizar los medios estructurales de equidad que faciliten el acceso equitativo y justo a los procesos de participación y de representación de colectivos e individuos, principalmente a través de una propuesta ética de actuación en la sociedad y con las comunidades, pero también como una disciplina que medie pedagógicamente con las instituciones y actores sociales, sirviendo de conexión entre las personas, la comunidad y las estructuras de poder.
Esta evidencia nos sitúa en un último escenario percibido como un reto para la disciplina, ya que se hace evidente que en las sociedades circulan unas lógicas y discursos que, con pretensiones hegemónicas, a través de los aparatos ideológicos del Estado y el Mercado, intentan limitar el desarrollo de las personas. Creemos que, necesariamente, la educación social debe ofrecer respuestas claras y contundentes a través de un argumentario bien construido y que sea capaz de incorporar las voces subalternas (Spivak, 2009), con el fin de deconstruir las lógicas epistémicas hegemónicas y excluyentes (de carácter eurocéntrico, colonial, patriarcal y neoliberal heredadas de la Modernidad) y propiciar un escenario social de reconocimiento del Otro.
En definitiva, creemos que la educación social es una acción desplegada en relación, en la que nos hacemos a nosotros mismos a partir de las vinculaciones con el otro, ya que toda acción educativa debe vertebrarse desde la búsqueda de un encuentro conversacional que trata de reconocer al otro en su singularidad cultural (Vila, Martín Solbes y Sierra, 2014).
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Víctor M. Martín-Solbes: victorsolbes@uma.es
Santiago Ruiz-Galacho: santirg87@gmail.com