Laura López Viera, Educadora Social
Los educadores/as sociales tenemos una profesión donde el trato con los educandos/as es fundamental para el éxito en la consecución de objetivos propuestos, es por ello que analizar la competencia emocional, las influencias y limitaciones de éstas, hará concluir que la conocer su influencia está completamente ligada a convertirnos en mejores profesionales. El hecho de tratar con personas nos convierte en un dilema de si actuar racional o emocional en ciertos momentos. A lo largo del artículo abarcaremos dicha dualidad.
Los educadores/as sociales disponemos de una profesión, que a su vez nos influye en nuestra identidad personal, dónde la competencia emocional es el timón que nos mueve.
No sólo los aspectos verbales son la base de la comunicación con los educandos, puesto que influye íntimamente con nuestro discurso el “cómo” se transmite la información, es decir, nuestra forma de expresarnos, nuestro estilo de comportamiento, la manera de transmitir las palabras con el cuerpo o el modo en que anunciamos nuestras emociones.
Cuando hablamos de sentimientos también nos vamos adentrando, a su vez, en el terreno de las emociones. Para Kolb (2005) las emociones son estados del ser humano en cuyas respuestas intervienen tres componentes: el componente cognitivo identificado como el procesamiento de la información no sólo a nivel consciente sino también a nivel inconsciente; el componente fisiológico, entendiendo este como todo proceso corporal que tenga protagonismo en la actividad del sistema nervioso central y autónomo, así como cambios neuroendocrinos y neuromoduladores y, por último y más relacionado con el lenguaje no verbal, el componente conductual, el cual queda definido por movimientos corporales, expresiones faciales, tono de voz y sus características (latencia, ritmo, timbre…) elementos cuyo fin es comunicar gestualmente.
Dichos componentes son un avance en el estudio de la inteligencia emocional, puesto que como explica Suares (2003) las emociones no son un campo reciente de estudio ya que “Desde Descartes hasta hace pocos años, la emoción estuvo devaluada. Varios factores contribuyeron a ello, pero quizá el más importante ha sido la oposición emoción-razón, como dominios disjuntos“(p. 103).
Es por ello que Goleman (2000) considera que los seres humanos estamos divididos en dos polos dicotómicos, danzando constantemente entre la emoción y la razón o lo que también se suele denominar la rivalidad entre corazón y mente, es decir:
“Se asemeja a la distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional, y más ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente desastrosas”. (p. 14)
Y es que las emociones, como expresa James (2003), modulan nuestra forma de actuar:
“La carga emocional que todos tenemos nos hace difícil concentrar nuestros pensamientos en la situación inmediata. Vivimos en el pasado y en el futuro, pero muy rara vez en el presente. Cuando perdemos los estribos por un conflicto sin importancia nos dejamos arrastrar por los fantasmas de los agravios pasados, en lugar de afrontar el problema menor que tenemos ante nosotros. Necesitamos aprender a concentrar nuestros pensamientos y a afrontar cada situación cuando ocurre”. (p. 156).
Pero aunque los seres humanos estamos prefabricados de la misma pasta, emocionalmente no actuamos de la misma forma, ya que la influencia cultural queda reflejada en los códigos internos de la sociedad en la que nos encontremos inmersos, influyendo también, las particularidades de las personas, incluyendo las limitaciones.
Como puede ser también el caso de la Alexitimia, palabra que en su raíz griega es la suma de “negación” y “emoción“, es decir, la incapacidad de expresar los propios sentimientos, tal y como plantea Goleman (2000):
“Los alexitímicos parecen carecer de todo tipo de sentimientos aunque el hecho es que, más que hablar de una ausencia de sentimientos, habría que hablar de una incapacidad de expresar las emociones. Los psicoanalistas fueron quienes primero advirtieron la existencia de este tipo de personas refractarias al tratamiento porque no proporcionaban sentimientos, fantasías ni sueños de ningún tipo, porque no aportaban, en suma, ninguna vida emocional interna acerca de la cual hablar”. (p. 36).
El término, fue acuñado por Peter Sifneos, el cual fue un psiquiatra que describría a ciertos de sus pacientes como ser totalmente indiferentes y apáticos hacia cualquier indicio emocional.
Pero la alexitimia, no es únicamente la particularidad emocional que altera cómo vemos nuestra realidad, ya que el sistema límbico, juega un papel fundamental para distorsionarla, como puede ser el secuestro emocional, esta vez por parte de Dolf Zillmann, un psicólogo que ha analizado la conflictología de las personas, centrándose en la emoción de la rabia.
Como describe Descamps (2010) la ira corporalmente se le conoce por una expresión facial dónde las cejas se encuentran inclinadas hacia abajo, al contrario que el miedo o sorpresa que están arqueadas, no muestra ninguna marca de expresión en la frente. Los párpados están tensos, tanto el superior como el inferior y la mirada es continua, aguda y penetrante.
El rasgo más característico es la contrariedad del área superior facial muy extendida frente al área inferior facial, contención en los labios y boca.
Zillmann basó su interés de la rabia o ira en las expresiones emocionales, que como él sugiera, explica Goleman (2000):
“Este tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro neuronal. Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro del sistema límbico declara el estado de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante— tenga siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata de una respuesta adecuada”. (p. 14).
Además, también podemos analizar lo que Ekman (2004) denomina “el período refractorio“, que
“se trata de un período en el que el pensamiento es incapaz de incorporar información que no encaje, mantenga o justifique la emoción que estemos sintiendo. Este estado refractorio será más positivo que negativo si es breve, si dura sólo un segundo o dos”. (p. 62).
Por tanto, este período refractorio, nos permite conocer el estado del conflicto emocional con el que un mediador se puede encontrar en la mesa de mediación, debido a que se trata de un proceso de bloqueo emocional, es decir, una situación en la que el mediado no se encuentra capaz de recibir nueva información que pueda moldear la perspectiva del conflicto que trae y, a su vez, se encuentra sobrecargado de emociones.
Todo ello, nos sirve de precedente para acercarnos a cómo las emociones nos influyen y ejercen determinación en nuestro discurso comunicativo y relacional con las personas, es por ello que siendo educadores/as sociales, trabajando con educandos/as en situación de riesgo pueden ser claves para caer en el “Efecto Pigmalión” de Rosenthal y Jacobson según el cual destaca “La importancia de las expectativas de éxito o fracaso o, en general, de que se cumpla un hecho determinado, acaban provocándolo, independientemente de las razones objetivas para que ocurra” (Carbonell, 1995, p. 159).
Es decir, que de alguna forma, construimos con nuestro pensamiento lo que esperamos de nuestros educandos/as, y en ciertos colectivos, como puede ser los centros penitenciarios, puede ejercer una potente batalla. Resaltando aquí un hándicap ante las etiquetas según la condena de éstos/as.
Las expectativas, resumidas como la esperanza de la consecución de que algo suceda son clave para que finalmente se cumplan, tal y como el propio efecto Pigmalión o la profecía autocumplida pretende, pudiendo tener resultados tanto como positivos como negativos. Por ello, una vez más, los profesionales de lo social, en concreto los educadores/as sociales, sería una apuesta interesante, desmarcarnos de ello.
Llegado a este punto, analizando cómo nos influye las emociones a los seres humanos, siendo influencia para la toma de decisiones, la elección de la profesión e incluso en nuestro trato humano, trataremos a continuación de ejemplificar con una metáfora sobre cómo los elementos emocionales y racionales pueden ayudar a encauzar a nuestros educandos/as:
Un barco, según la RAE, es una “construcción cóncava de madera, hierro u otra materia, capaz de flotar en el agua y que sirve de medio de transporte”.
Un barco tiene diferentes ritmos, puede ir rápido o puede ir lento, puede atravesar grandes olas o puede ser un aplomo de tranquilidad. Dentro del barco hay cabida para muchas personas, es un medio de transporte dónde en cada camino lleva gente diferente de un mismo capitán. Es tal y como ocurre en un aeropuerto, o en nuestra propia vida, las idas y venidas de personas que dejan huella…
El barco no funciona solo, aunque hay momentos en que si todo va bien, podemos dejarlo fluir, como nuestras emociones, y dejar en pausa el timón, el cual es el control que maneja su funcionamiento óptimo, pero que para poder operarlo, hay que conocer sus trucos, tal y como ocurre con nuestras habilidades sociales.
El barco puede parar en medio de la incertidumbre, pero sabe que no puede permanecer eternamente ahí o de otro modo no tardará en degradarse, tal y como ocurre con nuestros problemas.
El ancla es el antidepresivo de nuestra actual sociedad. Nos hacen confiar a los tripulantes que mejorará así el funcionamiento del barco, parando, pero realmente si miras hacia el exterior, continuamente verás el mismo mar. Y cuando alzas la mirada y obtienes siempre el mismo resultado, la travesía se convierte en una apatía agonizante.
El barco, se desliza en el mar. Un mar que le hace vibrar, sentir, moverse, saber que está vivo. Le mantiene recto, aunque en ciertos momentos lo remueva y casi que lo vuelque. El mar siempre es impredecible, él marca el ritmo que debe el barco zarandear.
El objetivo del mar es que el barco es el desplazamiento, junto con la compañía del viento, que puede ir a favor, o en el peor de los casos en contra. Si me preguntan la relación entre un barco que atraviesa el mar con la educación social, tendría una metáfora anecdótica que contar: El barco, es el educando/a. Es un barco que generalmente llega a punto de partirse o incluso en ciertas ocasiones, ya está prácticamente hundido. El viento, son aquellos apoyos socio-familiares, que ayudan, empujan o dificultan al educando/a, a que su recorrido pueda ir viento en popa a toda vela. Y el mar, es el educador/a social. Es ese fluido que ayuda al barco a moverse, le mantiene a flote, le ayuda a alcanzar su destino, le hace ser consciente de su rumbo y sobretodo, siempre está ahí, esperando, por si alguna vez el barco, vuelve a necesitar de él.
Sin conocer su historia, saber cómo se siente el educando/a, sin ahondar en sus percepciones sería un esfuerzo a mitad, sería un resultado mecanicista y normativo, actuando puramente en lo racional, porque al fin y al cabo las respuestas racionales, están completamente fundamentadas por la emoción. De acuerdo con Ekman (2004) “no podríamos vivir sin dichas emociones, la cuestión es cómo vivir mejor con ellas”. (p.16).
Carbonell, I. & Paris, I. (1995). Inmigración: diversidad cultural, desigualdad social y educación. Madrid: MEC, Centro de Publicaciones.
Descamps, M. (2010). El lenguaje del cuerpo y la comunicación corporal. Barcelona, España: Biblioteca Deusto de desarrollo personal.
Ekman, P. (2004). ¿Qué dice ese gesto? Barcelona, España: Integral.
James, J. (2003). El Lenguaje corporal. Proyectar una imagen positiva. Barcelona, España: Paidós plural.
Kolb, B. y Wishai, I. (2005). Cerebro y conducta. Madrid, España: McGraw-Hill.
Suares, M. (2003). Mediando en sistemas familiares. Buenos Aires, Argentina: Paidós.
Laura López Viera, Educadora Social, Licenciada en Psicopedagogía, Máster en Mediación Familiar y Sociocomunitaria, Máster en Formación del Profesorado. Dirección: Calle Luis de Góngora, n 22. Santa Lucía de Tirajana, Gran Canaria. Teléfono: 663.691.994. E-mail: Comuniclaura@gmail.com