Oscar Castro Prieto, educador social
El presente trabajo focaliza la mirada en algunas líneas de reflexión acerca de un ámbito particular del ejercicio profesional de los educadores sociales en Uruguay: la privación de libertad. En este sentido se busca aportar una mirada desde la pedagogía social como disciplina teórica de la educación social, a la vez, que pensar sobre estos dispositivos tradicionales de trabajo, en una época en la que el campo profesional sufre modificaciones de relevancia.
En este sentido cabe preguntarse ¿Cuáles son los aportes específicos de la educación social en los ámbitos de privación de libertad? Y si estos aportes pueden redimensionar la administración de justicia en un sentido educativo. En este sentido, cabe reflexionar acerca de los procesos de humanización posibles, en estos dispositivos de ejercicio profesional, en contraposición a los movimientos de producción de “monstruosidad” que en general producen las políticas punitivas y los dispositivos concretos.
Pensar al respecto de las políticas punitivas, requiere considerar un contexto histórico en el que los discursos peligrosistas, se solapan con la generación de nuevas institucionalidades, aparentemente alternativas a las respuestas “tradicionales”. En este marco, se produce la aparición de otros operadores de los dispositivos[1] de encierro que en algún punto asumen el lugar de una figura educativa.
Si bien los discursos que sostienen estos cambios establecen nexos directos entre lo educativo y lo laboral respecto a la posibilidad de éxito en el “tratamiento”, y por ende, de los resultados del modelo, sigue existiendo una supremacía del componente seguridad por sobre el resto de las prácticas. Se prolongan así, conceptualizaciones clásicas al respecto de la cárcel como dispositivo de encierro, asociadas a la administración de justicia y de “dolor” como sinónimos.
En este mismo sentido, las cárceles siguen siendo vistas y pensadas como islas purgatorias, modelos acabados y seguros, como figuras jurídicas y no como espacios que cumplan con los objetivos que establecen los marcos normativos y se enuncian en los discursos políticos y técnicos.
Aunque a partir de la promulgación de la Ley de Humanización y Modernización del Sistema Carcelario (Ley núm. 17. 897), se ha intentado generar un mayor acceso de las personas privadas de libertad a propuestas educativas (formales y no formales), en general se ha pensado en procesos educativos asociados a prácticas áulicas.
Partiendo de esta lectura de la realidad y desde la educación social se pretende generar un discurso más abarcativo, que no asocie únicamente procesos educativos a las instancias antes mencionadas, sino que logre visualizar diversas aristas de la práctica educativa en otros espacios y tiempos institucionales.
Es en esta línea, que se pretende abordar aspectos de los modelos institucionales y de la construcción que desde las lógicas establecidas, se realiza de las personas privadas de libertad. Por su parte se trazarán líneas metodológicas, desde la educación social, posibles de implementar en estos ámbitos.
La posibilidad de que las cárceles se constituyan en ámbitos que alberguen un sentido educativo implica romper con la conceptualización que sobre éstas se tiene en tanto respuesta a un problema social determinado: el delito.
Aparecen a nivel social discursos y conceptualizaciones acerca de las cárceles que se nutren desde distintos enfoques que en algún punto hacen pensar “…que no es mucho sino demasiado lo que se sabe sobre las cárceles.” (Lewkowicz, 1996:6).
Sin embrago, a lo largo de la historia estos dispositivos siguen replicando prácticas similares, que sirven como espacios de encapsulamiento de aquellos sujetos que han cometido una conducta tipificada como delito y a quienes se les aplica una respuesta estatal basada en el ejercicio de la violencia formal legalizada. El pasaje por la institución carcelaria sigue agudizando la exclusión social provocando una mayor estigmatización que transforma contradictoriamente al sujeto privado de libertad, de victimario a víctima.
La reducción de la violencia del sistema penal es entonces un imperativo ético que debe guiar toda acción que pretenda una transformación efectiva de las lógicas imperantes. Acordemos que la violencia no puede ser contrarrestada con más violencia pretendiendo un efecto neutralizador y que la responsabilidad del Estado debiera de alejarse de las acciones de sometimiento hacia aquel que está en situación de encierro.
La idea de sometimiento supone como primera medida, separar al responsable de haber cometido un delito en un dispositivo que represente seguridad para el resto de la sociedad, suspendiendo el conflicto por el período que dure la pena impuesta. Sin embargo este no debe ocupar el cien por ciento de la respuesta Estatal avasallando todos los derechos del sujeto privado de libertad.
El modelo institucional basado en una lógica de sometimiento, pensamos que opera como un reforzador de cierto aspecto de la identidad del sujeto (“delincuente”), anulando otros de la identidad humana. El sujeto privado de libertad, en este marco, lejos de habitar un espacio resulta forzado a deambular por él.
Separar, encapsular sigue siendo la respuesta. ¿Cómo resolver entonces, un conflicto social desde su anulación, apropiación, privatización o encapsulamiento?
La construcción de un modelo distinto al descripto implicaría demoler los muros que separan, para generar espacios de unión, con lo público y por ende con el conflicto. Esperar que la “caja-cárcel” resuelva el conflicto social instaurado resulta absolutamente ilusorio.
En este marco, las acciones educativo-sociales deben arribar a los dispositivos punitivos con el fin de dar lugar a otras prácticas:
“…la educación social y sus prácticas han de desplazarse a muchos sitios, para que la exclusión no lo ocupe todo. Y allí, en los bordes, en los territorios de frontera, han de intentar tejer red social, en tanto que educativa. Allí, han de repartir llaves de acceso al mundo simbólico, pues es el lugar del derecho a la inscripción de cada sujeto humano.” (Núñez, 2005:11)
Tejer red respecto a otros espacios que den posibilidad de recurrir, habitar territorios que nos inscriben en tanto humanos, y por derecho nos pertenecen, apelando al orden de lo común de la educación en tanto la pensemos como la posibilidad de encuentro entre iguales, semejantes. (Frigerio, 2008)
Apostar así a no encapsular la vida del individuo en la “totalidad” institucional y permitir la circulación de estos por otros espacios posibles debería ser uno de los conceptos básicos del modelo institucional. Pensamos, es imperativo romper con la lógica totalizadora de la institución, es decir, con la obstinada acción de clasificación que aparentemente da seguridad, para ir hacia una mirada incompleta de la propuesta, “…asumiendo lo indispensable de articular con otras instituciones para generar oportunidades de participación en diversos ámbitos sociales.” (ANEP-CODICEN, 2010:4)
No hay posibilidad de que una sola institución logre atender todas las necesidades de un ser humano. Por lo que ninguna institución, mucho menos la cárcel, debe siquiera intentar establecer propuestas completas, cerradas. Incluso, bajo una matriz discursiva de integralidad, este tipo de prácticas, terminan generando efectos de aislamiento. Debemos entonces establecer un modelo en el que existan niveles de apertura al ingreso de actores externos y generar las condiciones para el acceso del sujeto a ámbitos de circulación social normalizados.
Cambiar la mirada acerca del sujeto implicaría virar desde una perspectiva del otro como un “enemigo” que en consecuencia produce acciones tendientes al cuidarnos de ellos, hacia un cuidar de ellos. Esto implicaría ocuparse del otro y por ende establecer acciones de cuidado en un marco donde el binomio castigo-abandono priman. Las prácticas educativas,
“Se han de ocupar de cada uno. Sobre todo de aquéllos de los que muchos sólo se pre—ocupan para ponerles un rótulo, encuadrarlos en una categoría y considerarlos flujos estadísticos a los que se prefigura un destino cierto: la exclusión cultural, social y económica.” (Núñez, 2005: 13)
Esto supone que la deconstrucción del otro como enemigo y su resignificación en tanto igual, debe establecerse en función a lógicas de posibilidad-potencia y no en pretensiones de trazos vitales ya establecidos. La idea de sujeto que subyace no remitirá únicamente a su condición de “ser delincuente”, sino a su condición de humano. En este sentido para Deleuze romper la lógica del ser implica pensar en clave rizomática, es decir el uso de la conjunción “y”, para nombrar al otro. Poder concebirlo desde la suma de todo lo que puede ser. Considerar al otro en sus múltiples dimensiones remite a la idea de antidestino (Núñez 2006:13), rompiendo el anclaje de los sujetos a la circunstancia de una conducta.
Es imprescindible huir de esquemas que piensen al sujeto con el cual trabajamos desde determinismos que lo instalen en lugares predefinidos e incambiables. Núñez indica,
“Voy a partir de una afirmación de educación pública que dice que “la educación la vamos a considerar como antidestino en el sentido que se trata de una práctica que posibilita la redistribución social de las experiencias populares. Es decir que si la educación es tal permite traspaso, recreación, circulación, acrecentamiento, pérdida, transformación, etc.; recorridos particulares tejen, destejen, tejen diversos registros de olvidos y recuerdos, y en estos andamientos, se abren y bifurcan futuros que no son predecibles. Por eso la idea de educación como antidestino. No son predecibles sino –y en términos de Hanna Arendt- sólo decibles, en todo caso a posteriori.” (Núñez, 2006:13)
Dejar de visualizar al individuo como una entidad-enemiga, posibilitará ver otras dimensiones de éste y generar las condiciones de posibilidad para que el sujeto transite por experiencias[2] significativas. En este mismo sentido, se entiende que las experiencias previas que el sujeto tiene no deben ser desdeñadas, hacerlo implicaría “…un acto fundacional de la vida que sumiría al otro a un perpetuo comienzo, a un estado de permanente servilismo.” (Silva, Castro, 2009:155). Acto fundacional que intenta construir al otro desde aspectos, cognoscibles y por ende explicativos, que limitan la posibilidad de autonomía.
A partir de lo planteado podemos pensar, que una práctica educativa que dignifique al otro se abstendrá de explicarlo, apegada a ejercicios diagnósticos. Hay algo de ese otro que debemos resignarnos a desconocer. En este sentido Sennett subraya que,
“… concedemos autonomía a los maestros o a los médicos cuando aceptamos que saben lo que hacen, aun cuando nosotros no lo entendamos; la misma autonomía debe concederse al alumno o al paciente, porque ellos saben cosas del aprendizaje o de su condición de enfermo que la persona que les enseña o los trata puede no comprender del todo”. (Sennett, 2003:129)
La autonomía del sujeto debería ponerse en juego así incluso en este tipo de dispositivos. “Al hacerlo, tratamos el hecho de su autonomía en igualdad de condiciones con la nuestra. La concesión de autonomía dignifica a los débiles o a los extraños, los desconocidos; hacer esta concesión a los demás fortalece a la vez nuestro carácter”. (Sennett, 2003:263)
Más allá de que no sea deseable remitir al ser del sujeto únicamente a su acto infraccional, es precisamente esto lo que permite el encuentro entre los sujetos de la relación educativa.
Por ello abordar el conflicto-delito remite a mandatos institucionales y políticos y a la vez a una práctica educativa honesta.
En contraposición al disciplinamiento, la rehabilitación y la cosificación, es necesario concebir el trabajo educativo, introduciendo la causa del encuentro, en clave de debate ideológico en tanto acción educativa.
Trabajar el delito supone generar un ámbito que comprometa la relación del sujeto con los demás, a través de una relación educativa que permita reeditar el conflicto social que se anula con la privación de libertad. El sujeto podrá significarse, pensarse ideológicamente, reposicionarse en su cotidianidad dentro del centro, en la medida en que haya posibilidad de relación educativa que tome al delito como contenido propio.
No es posible generar acción educativa alguna sin considerar que la hostilidad de estas instituciones debe reducirse a una mínima expresión, dando cabida a “ritos” de hospitalidad que den significado a este ámbito.
La sospecha como principio orientador de la acción debe ser desterrada, con el fin de fundar nuevas formas de relacionamiento con el otro en el marco de un cotidiano que debe operar como escenario educativo.
¿Es posible pensar la administración del tiempo y el espacio en función de ofertas educativas por encima del ejercicio del control?
El cotidiano entendido como un espacio donde el sujeto pueda transitar, debe plasmarse trascendiendo un ordenamiento de acciones o una grilla de actividades.
La lógica respecto a la organización de la vida diaria deberá diferenciar tiempos y espacios para actividades diversas, que permita atenuar ciertos efectos negativos de una institución “cerrada”, y la tendencia de que dichos tiempos y espacios se confundan en tanto son impuestos y externos.
En resumen, debe ponerse en juego una apuesta metodológica que trascienda acciones concretas y se establezca en función de una mirada pedagógica permeada por un posicionamiento ideológico político.
En función de esto se proponen tres ejes metodológicos centrales:
A. La elaboración de proyectos educativos individuales relacionados a los tiempos jurídicos. Éstos permiten el “seguimiento” de los sujetos pensando en las particularidades de sus trayectos y apuntando al sostenimiento del proceso educativo iniciado. A su vez, viabilizan las propuestas que atiendan a sus intereses.
B. El trazado de cartografías[3]. Supone mapear y hacer visible la variedad de ofertas educativas, culturales, de formación laboral, entre otras, por las cuales el sujeto puede transitar, tratando de ampliar el espectro de lo ya conocido y buscando que no remitan a recorridos por circuitos cerrados y/o totalizantes.
C. La mediación con otras instituciones (educativas, culturales y ámbitos de inserción laboral). Habilita a generar el conocimiento y pretende promover la vinculación autónoma de los sujetos con otras instituciones.
El control de los cuerpos y el sometimiento a castigos ha sido la característica central de la cárcel como dispositivo disciplinador. La forma de administrar justicia se ha convertido en un dispensador de injusticia, donde la violencia se ha convertido en un rasgo distintivo y positivo, que pretende atemorizar al privado de libertad para que no repita conductas que reediten la experiencia del encierro. Sin embargo, este ejercicio que procura menguar nuestros miedos y castigar a quienes nos han dañado, no siempre generan un efecto atemorizador como resultado esperado y se reducen a producir dolor en el otro, sin más sentido que someter por someter.
Desde esta perspectiva, la idea de vigilar todos los aspectos de la vida del preso, aparte de ser imposible, no han logrado más que generar mayor empobrecimiento de la vida al interior de las cárceles a favor de los elementos de seguridad.
La educación social relacionada a dispositivos de encierro debiera entonces tener como fin ocuparse de enriquecer la vida de los sujetos, contrarrestando los efectos centrífugos de este tipo de instituciones.
La construcción de otros modelos de administración de la pena, implica asumir una responsabilidad político-profesional, traducida en oferta educativa. Pensar en clave educativa en este tipo de dispositivos, debe eludir ciertos automatismos enquistados en las prácticas institucionales y producir novedad.
Novedad traducida en apuesta metodológica, que se proponga romper con una perspectiva homogeneizante, pero que a su vez coloque algo de lo común en juego.
En este sentido debemos generar:
A) una propuesta que dé lugar a las particularidades de cada caso, considerando la situación[4] en la que está inmerso, como clave ineludible para pensar el trabajo con uno y otro sujeto.
B) realizar el ejercicio de superposición de lo individual sobre el mapa de posibilidades (universalidad), para poder así establecer, qué recorridos ha transitado el sujeto y cuáles son las posibilidades de ampliación de los mismos, desde una perspectiva de derechos.
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[1] “…llamaré literalmente dispositivo a cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes.” (Agamben, 2005:3)
[2] “La experiencia sería lo que nos pasa. No lo que pasa, sino lo que nos pasa.” (Larrosa, 2003:18)
[3] Diccionario de la RAE: 1. f. Arte de trazar mapas geográficos. 2. f. Ciencia que los estudia. “La Cartografía se define como el arte de hacer mapas o como la técnica de confeccionar y representar sobre un plano todos los componentes del espacio terrestre, incluyendo las actividades y desarrollos del hombre” (IGAC. Principios de Cartografía Temática, 1993)
[4] “Vivimos en situaciones, somos nuestras situaciones. Una situación es, a la vez, el límite y la posibilidad de una acción o una decisión.” (Mèlich, 2008:112)
Oscar Castro Prieto. Gilbert 2834, Montevideo, Uruguay. Teléfono: 0059898662177. Correo electrónico: o.castro75@gmail.com