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Repensando el proceso: propuestas críticas para la educación social desde la perspectiva socio-constructivista

Autoría:

Karmele Mendoza Pérez es Psicóloga y Máster en Psicología de la Educación por la Universidad Autónoma de Madrid. Ione Belarra Urteaga es Integradora Social, Psicóloga y colaboradora del equipo de investigación “Infancia Contemporánea” de la Universidad Autónoma de Madrid. Adrián Javier Bustos Caballero es Educador Social, Psicopedagogo y Máster en Psicología de la Educación por la Universidad Autónoma de Madrid

Resumen

El presente artículo trata de responder al reto de cómo intervenir en una sociedad cambiante. En primer lugar se señala la importancia de superar la concepción de las personas destinatarias de programas sociales como deficitarias, lo cual genera situaciones de exclusión y de reproducción social. La actual sociedad se encuentra en crisis a distintos niveles y es importante mejorar la intervención social para avanzar hacia una sociedad inclusiva. Desde la perspectiva socio-constructivista de la psicología de la educación, se propone concebir la intervención para la inclusión social como un proceso constante de enseñanza/aprendizaje, en el que se tenga en cuenta a las personas destinatarias como participantes activas del proceso. Este proceso debe tener, como ejes trasversales, la participación efectiva y el empoderamiento de la población con la que se interviene. Para ello, es necesario trabajar la conciencia crítica de los participantes y desarrollar con ellos conocimientos no sólo conceptuales, sino también procedimentales y actitudinales.

 

El presente artículo trata de responder al reto de cómo intervenir en una sociedad cambiante donde la intervención social, financiada tanto desde organismos estatales como comunitarios (Fondo Social Europeo), no consigue acabar con la desigualdad, sino más bien reproducir la lógica de la dominación y la opresión a través de distintos dispositivos (presupuestos de financiación, ausencia de modelos teóricos críticos, hegemonía cultural y económica, etc.). Es por ello que el desafío que se le presenta a la actual intervención social europea es desvelar si detrás de estos dispositivos existen mecanismos que en la práctica acaban negando la posibilidad de buena parte de la población de empoderarse y convertirse en sujetos sociales y políticamente activos. De este modo, en este texto trataremos por un lado de esclarecer cómo la intervención social actual,  fundamentada sobre el modelo del déficit, no hace más que ahondar en el actual sistema hegemónico, generador de desigualdades y exclusión social. Mientras que por otro lado, propondremos un modelo teórico socio-constructivista basado en la participación y en el empoderamiento de los colectivos más vulnerables como herramienta hacia una intervención social equitativa y de calidad. Además, consideramos este enfoque teórico como un primer paso para modificar las actuales e injustas relaciones de poder que se producen en nuestra sociedad y que en muchos proyectos y ONG se siguen reproduciendo. 

Así, en el ámbito de la intervención social en la Europa actual se hace cada vez más patente que el uso de categorías estancas empleadas para designar a las personas o colectivos destinatarios de los distintos programas, sirve cada vez  más para estigmatizar a éstos y convertirlos en usuarios o consumidores de la intervención social, que para lograr la mejora de sus condiciones de vida. Una realidad social cambiante  como la actual nos exige revisar viejas categorías como “en riesgo de exclusión social”, que hasta hace no tanto tiempo quedaban reservadas para colectivos como toxicómanos, minorías étnicas, migrantes… La actual situación de crisis nos está mostrando con la mayor severidad cómo una familia que no encaja bajo ninguna de estas etiquetas puede en la práctica, ante la pérdida del empleo, verse abocada a la pobreza y desahuciada de su hogar. Por otro lado, muchas de las variables que sirven para definir la problemática de diferentes colectivos se encuentran entrecruzadas e interactúan para dar lugar a situaciones que retan la formación y experiencia de los y las profesionales. No es raro, por ejemplo, encontrarse con menores en riesgo de exclusión social, consumidores ocasionales o habituales de drogas y de origen migrante (Markez y Pastor, 2009). Pretender diseñar programas de intervención orientados a reducir la desigualdad, sin cuestionar la situación social que la produce, en ausencia de un modelo teórico que explique los procesos que la generan y sin promover el desarrollo de los destinatarios de una forma global, puede provocar dinámicas que condenen a las personas a convertirse en usuarios habituales de los Servicios Sociales.

Bajo esta óptica, las políticas públicas que organizan la gestión de recursos en torno a diferentes  problemáticas sociales definidas de manera generalista desde las instituciones gubernamentales o no gubernamentales, como la “Plataforma europea contra la pobreza y la exclusión social: un marco europeo para la cohesión social y territorial” (Plataforma de ONG de Acción Social, 2013), destinan gran cantidad de recursos a solventar problemas parciales y coyunturales. Un ejemplo de ello es el “Plan 2009-2012 de atención y prevención de la violencia de género en la población extranjera inmigrante” (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, 2009), que prioriza una serie de intereses que definen las problemáticas sociales sobre las que intervenir y los períodos en los que hacerlo. De esta forma, podemos encontrarnos con que la intervención social se encuentra trabajando para las administraciones bajo los parámetros que definen quienes financian los proyectos, y no se realizan análisis críticos de la realidad social y las necesidades de la población a la que se atiende.

Al igual que sucede en el campo de la educación formal en relación a las políticas de inclusión educativa (Manzanares, 2012), debería avanzarse en el ámbito europeo hacia un modelo en el cual los entes públicos consideren a los seres humanos en relación a su diversidad personal y social. El modelo de inclusión educativa, como sostiene Arnaiz (2002), defiende que los centros educativos deben satisfacer las necesidades educativas de todo el alumnado, independientemente de sus características personales, psicológicas o sociales. El reto es, por tanto, dar respuesta a la cada vez mayor diversidad de necesidades del alumnado.

 

Feria contra la discriminación de Municipalidad

Aplicado al ámbito de la intervención social, esto implica abandonar el modelo del déficit (Martín Rojo, 1995; Martín Rojo, 2003, Patiño, 2007), que se basa en la concepción de las personas como deficitarias en uno o varios aspectos de su vida, generando así situaciones de exclusión y de reproducción social. Más aún cuando la definición de las necesidades sociales se encuentran en la actualidad determinadas por intereses particulares de determinadas instituciones u organismos más que por un análisis riguroso de las necesidades de la población. Desde una perspectiva más actual, la creación de programas destinados sólo a prevenir la violencia de género en las mujeres migrantes, y no su regularización, formación e inserción laboral, no tiene ningún sentido. Bajo nuestro punto de vista, la inclusión social debe orientarse hacia la definición y concreción de servicios, dispositivos y profesionales que, desde el sector público, sean capaces de evaluar e intervenir en las cada vez más diversas necesidades sociales de la población, ajustando los recursos y las intervenciones a cada persona concreta, teniendo capacidad para flexibilizar recursos y actuaciones más acordes a las necesidades concretas de cada usuario. De esta forma, el reto para la educación social en sociedades cada vez más cambiantes y diversas pasa por generar respuestas educativas globales, que atiendan y respondan a las necesidades sociales de las personas de una forma integral (como ejemplo de intervención holística véase Izangai Elkartea y como ejemplo de innovación en intervención social véase Bioeskola de Emaús Bilbao).

Junto con ésta, y como comentábamos en párrafos anteriores, otra de nuestras críticas fundamentales al estado de la cuestión es que el modelo de intervención social actual carece de una base teórica sólida y útil con la que guiar de forma global los procesos puestos en marcha y, a la vez, nos proporcione pautas para trabajar en las situaciones cotidianas, en la interacción concreta con la persona usuaria. Es más, muchas veces el modelo implícito que está funcionando en la intervención está orientado a acabar con ciertos déficits que presumimos que las personas de estos colectivos tienen. Este modelo ha sido ampliamente descrito para contextos escolares multiculturales y creemos que es importante su compresión para no repetir los mismos errores en otras áreas de trabajo (véase Carrasco, 2004; Martín Rojo y Patiño, 2010; Mijares y Relaño-Pastor, 2011). En pocas palabras, podríamos decir que el modelo del déficit que explica el fracaso escolar de las minorías culturales entendiendo la diferencia cultural como un déficit que hay que compensar, podría estar funcionando también en contextos no formales. Este modelo se ha encarnado, por ejemplo, en las diferencias lingüísticas de los alumnos y alumnas, entendiendo que el objetivo de la enseñanza era sustituir aquellas hablas minoritarias por las hegemónicas (Martín Rojo, 1995; Martín Rojo 2003; Mijares y Relaño-Pastor, 2011). Esto supone comulgar con la idea (a menudo implícita) de que hay hablantes con competencias lingüísticas -aquellos que hablan la lengua dominante- y otros hablantes sin competencias. Tanto en la escuela como en la intervención social, el modelo del déficit ha ido calando en diversos aspectos más allá de la lingüística repitiendo estereotipos hegemónicos respecto a distintos grupos minoritarios que los considera deficitarios y les niega el reconocimiento que merecen.

Es por ello que pensamos que, a falta de una mayor elaboración, la perspectiva socio-constructivista de la psicología de la educación puede aportar algunas líneas teóricas y metodológicas relevantes para el campo de la educación social (para una revisión más profunda véase Coll, 2001 y Coll, 2011). Creemos que el trabajo conjunto que se establece entre los profesionales de la intervención social y cada participante debería entenderse como un proceso de enseñanza y aprendizaje (en adelante E/A) continuo donde éstos acompañan al usuario o usuaria hacia la vida autónoma. Afirmamos esto porque en realidad el objetivo de la mayoría de los programas de intervención es generar un cambio estable y duradero en el tiempo en las personas con las que se trabaja. Esto no es otra cosa que la definición de aprendizaje que manejan Pozo (2008) y otros autores (Pozo, Scheuer, Mateos, y Pérez Echeverría, 2006). A pesar de que es necesario un análisis más profundo y detallado de las características específicas que tiene el proceso de E/A en ámbitos no formales e informales como los que son propios de la intervención social, consideramos que algunos conceptos referentes a los mecanismos de influencia educativa (Coll, 2001; Coll, 2011) de este modelo pueden ayudar a enriquecer la intervención actual.

Por un lado, nos gustaría hacer referencia al concepto de ajuste en la ayuda como un mecanismo constante de evaluación a través del cual el trabajador o la trabajadora crea una relación simétrica no jerárquica de colaboración que impulsa al usuario hacia un estado de conocimiento mayor y/o hacia los objetivos del programa. Cualquier actividad o interacción puesta en marcha debería conllevar una evaluación (implícita o explícita) de los conocimientos previos de la persona y ésta tendría que ajustarse a dichos conocimientos para favorecer el desarrollo de la persona en el ámbito que corresponda. Pero además, el simple hecho de evaluar sus conocimientos previos implica entender a estas personas como agentes activos, que albergan y producen conocimiento. Es decir, esta estrategia nos permite, a  la vez, dar un paso más hacia la humanización de ciertos “grupos silenciados” que son objeto de la intervención social y que han sido mayoritariamente entendidos como objetos de estudio (“Servicio de Investigación Social. Fundación EDE”, 2011; “Centro de Documentación y Estudios SIIS. Fundación Eguía-Careaga”, 2012) más que como ciudadanos activos conscientes de su propia identidad. Asimismo, en toda intervención que se precie, y en aras de fomentar estos actores activos que venimos comentando, tiene que haber un traspaso de control efectivo del educador/a social  hacia el usuario. Ese traspaso de control garantizará que estas personas se sientan y sean reconocidas socialmente como personas autónomas, capaces de gestionar su propio proyecto personal. Esto pasa porque nuestra intervención esté orientada al empoderamiento y la autonomía, y no a perpetuar la eterna derivación de un recurso a otro, lo cual acaba institucionalizando a los usuarios. Es por ello importante contar con un modelo teórico sólido que permita definir qué aprendizajes son necesarios en cada persona para avanzar hacia una vida plenamente autónoma y una ciudadanía activa.

Como hemos adelantado en el párrafo anterior, otro punto importante que aporta la perspectiva socio-constructivista de la psicología de la educación, y que nos parece vital cuando trabajamos con colectivos “minoritarios”, es el reconocimiento de estas personas como legítimas creadoras de conocimiento (Hall, 1993). Esto supone una colaboración explicita y constante entre el educador o educadora y la persona, cuyo primer paso sería realizar una reelaboración colaborativa de la demanda del usuario. Esta reelaboración conjunta supone una negociación entre lo que la persona espera de la intervención y lo que el o la profesional cree que puede aportarle. Este proceso implica necesariamente hacer efectiva la participación de la persona en el proceso de cambio y mejora y debe tener como objetivo final el empoderamiento de la persona en situación de vulnerabilidad y/o opresión. Estos dos son, a nuestros ojos, los ejes fundamentales para una intervención social equitativa y de calidad.

Compartiendo visión con diversos autores de distintas disciplinas que, de forma más minoritaria y menos reconocida en el pasado (Freire, 1963; 1967; Fals Borda, 1978; Fals Borda y Camacho, 1986) y más legitimada institucionalmente en la actualidad (Cammarota y Fine, 2008; Dyrness, 2008; 2011), han teorizado e investigado con un objetivo claro de transformación social, consideramos que el reto primordial al que se enfrenta la educación social en este siglo es la generación de procesos efectivos de participación entre la población con la cual (y no para la cual) se trabaja. Bajo el epígrafe de “participación” se acumulan una gran cantidad de trabajos de investigación y proyectos de intervención que a menudo tienen poco en común pero que pueden ayudarnos, por comparación, a reflexionar sobre los aspectos fundamentales que deben constituir un proceso participativo (véase Dyrness, 2011 como ejemplo de cambio social donde madres migrantes emprenden distintas acciones para intentar conseguir una escuela basada en la comunidad y con una calidad y activa relación entre familia-escuela).

Europa se encuentra atravesando una situación de “crisis” que se enraíza en diversos ámbitos, no únicamente el económico, a pesar de que éste, por un interés estructural, ha sido desde hace varios años la única preocupación de muchos de los responsables políticos. Esta crisis, que muchos autores relacionan con la manera en que el sistema capitalista occidental se organiza, nos está llevando a una situación de desigualdad social tan crítica y agudizada que es desconocida para las dos últimas generaciones de europeos y europeas. En este sentido, estamos asistiendo a un crecimiento inusitado del número de personas que podrían considerarse susceptibles de participar en programas de intervención social.

Para nosotras, la única vía efectiva que permitiría a la sociedad española y europea avanzar hacia un nuevo modelo social, que asegurara el cumplimento de los Derechos Humanos de todas las personas, son los procesos de intervención social que favorecieran la participación efectiva de las personas implicadas en el proyecto concreto puesto en marcha. En esa línea, consideramos que los procesos participativos tendrían que implicar necesariamente, para ser considerados como tales, una toma de conciencia progresiva por parte de los y las participantes de las condiciones sociales, políticas, y económicas estructurales que están permitiendo y fortaleciendo su situación. Sólo así, se logrará desde la intervención social que  nuestra labor no reproduzca el modelo de sociedad preexistente, sino que lo modifique en el sentido de la igualdad de derechos para todos y todas. Este pensamiento crítico que pretendemos desarrollar debe ir englobado, como veníamos diciendo, en un progresivo empoderamiento de las personas, que es un fenómeno más amplio (Dyrness, 2011).
 

Taller de iniciación a Internet de Fundación Cibervoluntarios

Además de fomentar la conciencia crítica de la propia situación, el proceso de E/A puesto en marcha en la intervención social debe facilitar a las personas la adquisición progresiva de conocimientos conceptuales, procedimentales y actitudinales que les permitan trazar líneas de acción encaminadas a mejorarla. Para ello, en nuestra opinión, los y las profesionales de la intervención social deberían recibir, así mismo, una formación básica y permanente que proporcionara herramientas  para generar todos esos aprendizajes. Consideramos que, en la actualidad, la formación superior y la mayoría de los cursos de reciclaje disponibles adolecen de una sobrecarga “conceptual” sin trabajar suficientemente el saber hacer y el saber ser. Sólo cuando las formaciones previas de los y las profesionales les ayuden verdaderamente a crecer integralmente como personas contaremos con un conjunto potente de trabajadores y trabajadoras comprometidos con el cambio social.

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