Cosme Sánchez Alber, Técnico en intervención social, Interabide Asociación Educativa. Bilbao, Bizkaia
En este texto trataremos de aproximarnos de manera crítica a los efectos que se derivan de los modelos actuales de producción del saber científico en el ámbito de las ciencias sociales y la Educación Social. Centrándonos en la función de los educadores sociales y en los efectos mortificantes que el furor evaluador y las burocracias producen en nuestras prácticas educativas, haciendo especial hincapié en la responsabilidad del educador social y en su acto educativo.
En el panorama europeo actual, tras la Segunda Guerra Mundial, asistimos a lo que Violeta Núñez (2003) ha nombrado como un “corte epistemológico” que transforma de manera radical la relación que mantenemos con el saber y las ciencias. Los procesos de mercantilización del conocimiento han desplazado el punto ético y epistemológico fundamental que animaba la construcción del saber en las configuraciones de lo social. En su lugar tenemos una tendencia, que cada vez se presenta con mayor hegemonía, hacia la sustitución de los cuerpos teóricos fuertes de nuestra disciplina por nociones que proceden del campo de la reingeniería, el marketing, y las lógicas de la empresa privada y el capital financiero.
Como educadores sociales nos interesa tanto la producción como la elaboración teórica del conocimiento en el campo de nuestra disciplina. En este texto trataremos de aproximarnos de manera crítica a los efectos que en nuestra práctica se derivan de los modelos actuales de producción del saber científico en el ámbito de las ciencias sociales y la acción social.
Hay voces en el campo de la pedagogía social que abren territorios de pensamiento, cartografías que a modo de brújula nos permiten orientarnos en la oscuridad de nuestros tiempos. Este es el caso de Violeta Núñez (2003: 113) cuando señala: “Entendemos que, con la aparición de la tecnociencia, se produce una modificación del modo de saber y de organizar el conocimiento, esto es, de un “corte epistemológico”.
El avance de las tecnociencias introduce nuevos modos de pensamiento y construcción del saber en nuestra época. Estas tecnociencias se apoyan en la aplicación de la tecnología informacional al servicio de la máxima eficacia y rentabilidad del conocimiento y la investigación, redefiniendo el campo científico en su conjunto. Esto ha producido un cambio radical en la manera en la que nos acercamos al conocimiento, al saber, en la manera en la que lo producimos y lo transmitimos en las universidades para las nuevas generaciones, e incluso en la manera en que pensamos; qué y cómo nos está permitido pensar.
En palabras de Violeta Núñez (2003:113):
“El trabajo tecnocientífico se orienta hacia la obtención de patentes con las que asegurar la rentabilidad del capital invertido en tiempo récord. La vinculación ciencia-tecnología-empresa deviene estructurante de la actividad tecnocientífica: la gestión y comercialización del conocimiento son aspectos relevantes. El modo de producción del conocimiento de las comunidades académicas “tradicionales” queda obsoleto, al igual que la circulación libre y pública, en revistas especializadas, de sus saberes. Las tecnociencias convierten sus resultados en mercancías, propiedad privada de las empresas tecnocientíficas desde las primeras fases de la investigación.”
Al mismo tiempo se produce un alineamiento entre la ciencia, el poder y la acción política. Esta hermandad entre el poder, la ciencia y la política puede producir lo que Pierre Bourdieu (2000) advertía cuando decía “la ciencia está en peligro y, en consecuencia, se vuelve peligrosa”. Entonces, en el panorama europeo, existe una tendencia a justificar plenamente la intervención en el campo de las políticas sociales sobre los sujetos aduciendo razones científico-políticas de control sobre categorías de población específicas. La pedagogía y la educación social, así como las demás ciencias llamadas sociales, se han visto especialmente atravesadas por esta nueva concepción del mundo.
La relación asistencial está en proceso de cambio, y los ciudadanos desconfían notablemente de las instituciones sanitarias y los servicios sociales, a los que cada vez les suponen más control y menos saber sobre lo que les ocurre. Efectivamente se trata de esto: menos saber y más control. Como decíamos, en la actualidad, asistimos a la devaluación de los saberes disciplinares en su sentido más fuerte, el epistemológico, así como a la denigración de lo complejo en favor de lo utilitarista. Cada vez nos cuesta más leer textos complejos pero, no debemos olvidarlo, la lectura es un trabajo y requiere de un esfuerzo por parte del lector que quiera aprehender algo. Toda adquisición de saber tiene un coste subjetivo ya que pasa por la experiencia de uno mismo, hay pues que pagar un precio. El saber, más allá de las ciencias llamadas exactas, nos convoca a preguntarnos por los interrogantes fundamentales de nuestra época. Y aceptar el reto de abordar la complejidad de lo humano. La ingenua creencia de que la ciencia resolverá todos nuestros problemas o, cuando menos, los más significativos es mera ilusión. Las formas de acercarse a la realidad son múltiples: desde las tradiciones y la experiencia, hasta el arte, la artesanía, la religión, el cine, la música o la literatura pueden ser también fuentes de conocimiento de ciertos aspectos de la realidad.
Por otra parte constatamos que el nuevo paradigma de la relación asistencial, la Nueva Gestión Pública, también tiene un efecto directo en los profesionales, quienes cada vez cuentan con menos tiempo para dedicar a la relación con los sujetos que atienden y más papeles para rellenar. La burocracia los tiene muy ocupados, pero lo realmente importante es que está en juego su acto profesional y su deseo como educadores. Pues la burocracia inhibe el acto y, a su vez, plantea efectos muy notables de mortificación en el deseo de los educadores (el conocido burn out se extiende como la pólvora entre los profesionales de atención directa).
En el campo de la Educación Social asistimos a la creación y al mantenimiento de proyectos pseudo-educativos basados en el paradigma sanitario, preventivo y neohigienista, en el control capilar de las poblaciones de riesgo y en la creación de categorías poblacionales denominadas “peligrosas” en tanto en cuanto deberán ser objeto de una intervención cuyo fin es una sociedad más sana, más higiénica y más segura.
En consecuencia el lugar que el educador social pasa a ocupar deriva, cada vez más, en una suerte de gestor del riesgo, encargado ahora de revisar, aplicar y evaluar a los sujetos en función de los protocolos estandarizados y el procesamiento informático de los datos.
Pero ¿Qué consecuencias devienen de estos cambios en la construcción del saber? ¿Cuáles son los efectos en nuestra praxis educativa? ¿Y qué destinos va a tener en la profesión, en la academia y en la formación de nuevos educadores sociales? Y no menos importante ¿Qué podemos inventar de cara a poder pensar en otras modalidades de construcción del saber frente a las condiciones hegemónicas referidas?
Sin ánimo de exhaustividad analizaremos brevemente algunos de los interrogantes a los que nos convocan los nuevos modelos de producción teórica y de asistencia social en el marco de las prácticas educativas contemporáneas.
Como nos recuerda Eric Laurent (2011:2),“la tecnología ofrece a las burocracias contemporáneas una potencia de cálculo sin igual. La ilusión cientificista consiste en soñar que un día, pronto, será posible calcular todo de una actividad humana reducida a comportamientos objetivables.”
Se trata pues de una ilusión, la idea delirante de que todo puede ser objeto de cálculo, también las personas y los efectos que la educación pueda proveer. Es un ideal de nuestra época. Un ideal loco, si, pero que comanda nuestras vidas. Es por esto que en multitud de dispositivos llamados socio-educativos late la idea de poder descomponer el acto educativo en elementos contables, cuantificables, verificables. Se tarifican los actos del profesional y sus tiempos. Es una tarea de deconstrucción y fragmentación del acto educativo para devenir su contabilidad y su eficiencia. Para esto, nada más útil que la tecnología al servicio de la educación.
El Cientificismo se postula como aquella teoría según la cual los métodos científicos deben extenderse a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción. Los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias positivas, y, por consiguiente, la razón no tiene otro papel que el que representa en la constitución de estas ciencias. Las ciencias humanas, aquellas como la psicología, la antropología, la historia, la sociología o la filosofía, que se ocupan de aspectos del hombre no estudiados en las ciencias naturales ni exactas, quedan relegadas a meras conjeturas y, de alguna manera, invalidadas. También el arte…
Los hay que pretenden hacer valer la Pedagogía Social como una más de las ciencias exactas, equiparable, por ejemplo, a la física. Efectivamente, en el campo de las ciencias físicas podemos predecir con exactitud ciertas cuestiones, como por ejemplo, la trayectoria que recorrerá un objeto en un tiempo dado. Las leyes de la física no yerran. Pero ¿es lo mismo en nuestro campo? ¿Puede alguien predecir la trayectoria de un sujeto? ¿Sabe alguien que es lo que hará Juanito una vez salga del Centro de día tras entrevistarse con la trabajadora social? ¿O de qué singular manera se ocupará frente a los estragos de la pubertad y el encuentro con el Otro sexo?
En el campo de la pedagogía y de los trabajos con las personas nos conviene dejar abierto un territorio para la pregunta, para el no saber. La educación se articula en torno a un imposible, un agujero, que debe permanecer siempre abierto. No podemos obviar este imposible que está en el corazón de nuestra disciplina, y menos aún borrarlo con teorías o protocolos que pretendan estandarizar a las personas y predecir sus comportamientos. Cada persona es única, o dicho de otra manera, no hay dos familias iguales. Se trata de la imposibilidad de predecir lo que un sujeto hará, cómo aprenderá, o bien de qué manera se aplicará en su particular búsqueda de un lugar en el mundo.
Por otra parte, sabemos que los efectos de la educación son diferidos en el tiempo, remiten a un porvenir, a un futuro impredecible que no es igual para todos. De esto hablamos cuando decimos que la educación es un anti-destino. Es en este sentido que podemos afirmar que los efectos de la educación no son evaluables en un sentido estricto y total, no pueden medirse ni cuantificarse siguiendo los mismos criterios que usamos para las ciencias físicas o la reingeniería industrial. El acto educativo es una apuesta y requiere del consentimiento de un sujeto.
En su artículo “La ilusión del cientificismo, la angustia de los sabios” Eric Laurent señalaba (2011:2):
“La acumulación de datos hace enloquecer de una locura particular. Alimenta el sueño de saber todo de cada uno y de poder calcular lo que el otro quiere. Las herramientas estadísticas no suponen ningún saber clínico previo. La máquina se limita a rumiar datos. Diríamos con Lacan que las herramientas estadísticas son significante puro, tonto. Es su fuerza”.
Demasiada gestión mata lo social. La maquinaria burocrática está bien engrasada y no para nunca, siempre hay una casilla más para rellenar. De alguna manera podríamos sostener que esta maquinaria es acéfala, no requiere de personas que piensen, sino, más bien, de operadores que ejecuten las ordenes con diligencia. La capacidad de pensar no es útil a este furor burocrático, más bien se nos presenta como el obstáculo a eliminar. Porque el pensamiento necesita de un tiempo. Hay que parar la máquina para poder pensar.
Hay una impostura en el bla, bla, bla de la maquinaria evaluadora. Es palabra vacía. La acumulación de los datos no nos dice nada sobre el sujeto. Es un aluvión de registros que circula sin fin, mecánicamente, en soledad; sin relación a un Otro. En este contexto cada vez hay más dificultades para acometer el acto educativo, porque este acto no es anónimo y requiere para sostenerse de una posición ética por parte de los educadores. Es un acto que se sostiene de un deseo, el deseo de ser educador.
Como afirma Laurent (2011:4) en las siguientes líneas:
“Los enseñantes, los clínicos, los jueces bufan ante la destitución de su acto, todos testimonian del efecto de mortificación del deseo. Es una verdadera destitución subjetiva real (…) Los algoritmos del cálculo masivo de lo íntimo producen el efecto inverso. Matan al sujeto ya que no dejan lugar alguno para esa angustia constituyente de la soledad del acto.”
Efectivamente el acto educativo es inseparable de una angustia que hay que soportar. Por esto, se entiende muy bien que muchos profesionales dimitan de este acto, que les produce tremendas incomodidades, en favor de la aplicación de unos protocolos mecanizados, para todos igual. He aquí una de las principales razones para la expansión de los protocolos, calmar la angustia del profesional. En este sentido, es el profesional el que consiente en la aplicación de estos protocolos. Sin el consentimiento del agente social nada de esto sería posible.
Como explican muy elocuentemente Jacques Alain Miller y Jean Claude Milner (2004) en su célebre texto “¿Desea usted ser evaluado?”, lo decisivo para la expansión de estas prácticas monitorizadas es que el profesional dé su consentimiento, que sea él quien solicite ser evaluado.
La evaluación es una iniciación. Vemos como se tienta a la gente a prestarse a la evaluación, diciéndole: “Una vez acreditado-evaluado, a su vez podrá evaluar a otras personas”. Se les escapa el contenido mismo de la evaluación, que es un cuestionario, unas entrevistas o algo parecido. Lo más importante es que el otro haya consentido la evaluación. Consentir ser evaluado es mucho más importante que la operación misma de evaluación. Hasta podemos decir que la operación consiste en obtener el consentimiento a la misma operación. “¡Sí, sí, solicitamos ser evaluados!” La evaluación efectivamente se solicita. Se evalúa únicamente a la persona que lo solicita y, a partir del momento en que uno lo solicita, está ya casi evaluado, acreditado. ¡Solicítenla y serán colmados! (Miller y Milner, 2004:38)
Hasta aquí todo funciona, la maquinaria está lista y precisa, no obstante sucede que esta perfecta metrópolis va a tropezar con una falla. Hay algo que chirría, que no encaja. Pues ocurre que al tratar de atemperar la angustia del profesional lo que se hace es borrar, en su lugar, el acto que la produce, es decir, el acto educativo. Es una operación de sustitución, pero una operación fallida. De esta manera el profesional queda destituido como tal, también él queda borrado. El profesional se queda fuera del acto educativo, segregado dentro del propio dispositivo educacional. Se le exime de su responsabilidad. Y ¿hay algo que produzca mayor angustia que quedar fuera, excluido?
Sabemos, por las enseñanzas de Jacques Lacan, que la angustia es un afecto que no engaña. Entonces, el acto es inseparable de una cierta dosis de angustia, ya que ésta se encuentra anudada a la responsabilidad que todo acto comporta. Es una posición ética. Todo acto, más aun el educativo, se sostiene de la responsabilidad del sujeto: Un sujeto deseante. El vínculo educativo se constituye a partir de la presencia y los cuerpos deseantes de los educadores; hay el deseo de educar, pero también el amor por la profesión y la transmisión de los legados culturales. Excluir la dimensión del acto educativo es, en consecuencia, mortificar el deseo del educador; un deseo que consideramos ineludible a toda operación de transmisión cultural y promoción social de los sujetos.
Bourdieu, P (2000). El oficio del científico. Ciencia de la ciencia y reflexibilidad. Curso del College de France 2000- 2001. Barcelona: Editorial Anagrama.
Laurent, E. (2011). “La ilusión del cientificismo, la angustia de los sabios”. Pipol News, núm. 51.
Miller, J-A y Milner, J-C. (2004). ¿Desea usted ser evaluado? Conversaciones sobre una máquina de impostura. Colección Ítaca. Málaga: Miguel Gómez Ediciones.
Núñez, V. (2003). “Entre la tecnociencia y el tecnopoder: el desafío de mantener abierta la pregunta acerca de las condiciones de producción de la Pedagogía Social y sus efectos”. Pedagogía Social. Revista interuniversitaria, núm. 10. Segunda época, 111-122.
Cosme Sánchez Alber. E-mail: cosmesan@hotmail.com