Xavier Cacho Labrador, Carlos Sánchez-Valverde Visus y Jordi Usurriaga Safont, educadores sociales
¿De qué hablamos cuando hablamos de educación social? La Educación Social es una locución polisémica. Plagada de significados y plagada de nombres (significantes). La utilización de diferentes nombres y significados dificulta el proceso comunicativo y obliga a realizar continuas aclaraciones temáticas y conceptuales que no siempre llegan al consenso. En este artículo se reflexiona sobre esta dificultad, se ubica la educación social como manifestación de la educación, acercándonos a una delimitación en la que el hecho educativo se propone como único referente substantivo aplicable. Se revisan y se analizan diferentes definiciones y se propone una de integración o síntesis que supere la dicotomización que asigna, sobre todo en nuestras latitudes, a diferentes agentes, momentos o manifestaciones del hecho educativo, lo que se defiende debería formar parte de un sólo espacio disciplinar.
Xavier Cacho Labrador, Carlos Sánchez-Valverde Visus y Jordi Usurriaga Safont.[1]
La polisemia de la locución “educación social”, que opera tanto como disciplina pedagógica, como profesión, como acción o intervención socioeducativa o como derecho de ciudadanía (por mencionar sólo los usos más habituales[2]) es algo con lo que quienes nos movemos en estos campos sociales, profesionales, académicos, etc. convivimos día a día. Y ello ya ha propiciado diferentes procesos de clarificación conceptual, empírica, histórica, etc.[3]
Baste como ejemplo e indicador de esa polisemia la existencia de dos definiciones de la misma tan divergentes como las que han adoptado, por un lado y en el ámbito geográfico español la Asociación de Entidades de Educación Social (ASEDES) y el Consejo General de Colegios de Educadoras y Educadores Sociales (CGCEES), donde queda definida como profesión, y por otro lado, la de la Asociación Internacional de Educación Social (AIEJI), en el ámbito europeo, donde se la considera una teoría/ciencia.[4]
Ello obliga a realizar un esfuerzo de “clarificación conceptual y objetual” cada vez que coincidimos o nos juntamos para hablar sobre estos temas. Y no tan sólo desde las denominaciones de las profesiones en cada país, que luego veremos, sino en la ubicación social y disciplinar de la misma, que cada cual coloca en un lugar diferente.
Se hace pues necesario abrir un proceso de generación de consenso sobre algunos de estos particulares que abra espacios y tiempos a poder comunicarnos sobre la fundamental y no lo accesorio, en este caso lo nominal.
De las reflexiones sobre las posibles causas de esos indicadores de dificultad u obstáculo comunicativo, que no consideremos de carácter epistemológico sino situacional, es de lo que tratan las siguientes líneas, realizando una propuesta de síntesis que nos ayude colectivamente a superar lo invalidante y categorizador de los procesos nominalistas.
Si nos centramos en la polisemia de significantes, si nos referimos a los “nombres”, el escenario europeo de denominación de los profesionales de la Educación Social nos ofrece un repertorio casi inagotable. Resulta muy clarificador lo recogido en un extraordinario trabajo de investigación sobre la realidad de la Educación Social en Europa (CGCEES, 2013:24):
Tabla 1: Denominaciones de la profesión en los diferentes países europeos.
País |
Denominación de la profesión |
---|---|
España |
Educador/a Social |
Bélgica (wallones) |
Educateur(trice) spécialsé(e) |
Dinamarca |
Social Paedagogerne |
Estonia |
Sotsiaalpedagoog |
Finlandia |
Sociaaliohjaaja |
Francia |
Educateur(trice) spécialsé(e) |
Alemania |
Sozialpadagoge – Sozial Arbeit |
Países Bajos |
Sociaal Pedagogisch Hulpverleners |
Hungría |
Szocialpedagogus |
Eslovenia |
Socialni pedagog |
Italia |
Educatore profesionale |
Lituania |
Socialinis pedagogas |
Luxemburgo |
Educateur Gradué |
Portugal |
Educador Social |
Irlanda |
Social Care Workers |
Islandia |
Þroskaþjálfi |
Polonia |
Pedagog społeczny |
Noruega |
Vernepleier / Barnevernpedagoger |
Lo primero que llama la atención es la poca presencia de la denominación “educador social”. Y ello puede provocar en nosotros una primera sensación de complejidad en la tarea que nos proponemos. Pero no nos arreda el intento.
Por otro lado, si superamos el espacio europeo, nos encontraremos con otros debates sobre “nombres” que también resulta interesante tener presentes: educación popular, de adultos… (Rodríguez Brandao, 1984), siempre en el campo semántico de la educación social.
Podríamos aportar una primera propuesta de acercamiento a qué sería la educación social, adaptando a Guerau de Arellano (1985), que la entienda como:
Una disciplina pedagógica que actúa generando escenarios en los que pueda producirse el hecho o acto educativo, en espacios que van más allá de aquellos curriculares socialmente formalizados, para desde la relación con personas, mejorar los recursos de contacto y maniobra de esas personas consigo mismas y con su entorno social, histórico, cultural, ampliando así su libertad y su capacidad de vivir dignamente.
Y avanzando un paso más, pero sin dejar esta formulación de inspiración Freiriana, deudora de la conceptualización inacabada e intuida antes de morir en 1986 por Faustino Guerau de Arellano,[5] añadimos que al educador o educadora lo definirían, como acciones que lleva a cabo: “el apoyo, el acompañamiento, el ofrecimiento, el cuidado, la limitación, la promoción”. La acción socioeducativa de la educación social no tiene, en esta formulación, una función finalista (aunque eso no significa que no se operen efectos o mejoras en las personas con las que actúan, ni que los educadores y educadoras sociales no se propongan objetivos). Es una actuación que tiene que ver con la puesta en marcha de determinados tipos de estrategias que consigan estimular procesos de auto-conquista (desde la aparición de la motivación interna en las personas con las que actuamos). Y para que ello suceda, se ha de “ofrecer, desarrollar y asegurar”, un espacio continuo acogedor, coherente, limitador, que posibilite la experiencia, desde la construcción de situaciones de “simetría, desde el respeto entre el adulto (educador) y la persona, grupo o comunidad atendida”. Así podrá realizarse un encuentro, una relación de reconocimiento y comunicación entre un tú con el otro y aparecer el vínculo educativo.
Y todo ello se da en ese espacio social y relacional, humano en definitiva, que podríamos denominar “hecho o acto educativo”.
Siguiendo también aquí la propuesta de Faustino Guerau de Arellano, podríamos presentar a su vez el hecho educativo como,
“… aquello que se da, cuando los adultos apoyan la evolución del cuerpo complejo del niño (niña, persona, educando…) guiados por unas ideas reguladoras de la genericidad humana en la dialéctica generacional que su mediación desencadena y ubicando todo el proceso en la realidad objetiva bio-psico-social”.[6]
Esta forma de entender el hecho pedagógico o acto educativo, y la educación, participa de la larga tradición pedagógica de tipo realista iniciada por Johann Friedrich Herbat a principio del XIX y de la cual otros de sus exponentes serán John Dewey (a inicios del XX), Paulo Freire (en los años 60) y, en una concreción de corte pragmático que intenta adaptar las propuestas de Ricahrd Rorty, la de Paulo Ghiraldelli JR, ya en el pasaje al siglo XXI. Sin olvidar los aportes complementarios que realizarán a mitad del siglo XX Lev Vigotsky y Jerome Bruner.
Herbart (1983) definirá la educación como proceso de desarrollo que “se da junto a otros”, socialmente, en una clara reacción al idealismo imperante (por lo que será considerado por algunos como un antecedente del constructivismo -Lera, 2005-) y escenifica la relación educativa como una relación ternaria entre agente, sujeto de la educación, y los contenidos objeto de la cultura. El educador (“agente”) interviene como “mediador” en la relación entre “sujeto” y la “cultura de su época” con el objetivo de que la persona encuentre y consolide un lugar en el contexto que le envuelve. Al respecto, nos dirá,
“… lo más elevado que puede hacer la humanidad en cada momento de su vida, es presentar concentradamente a la generación joven, el beneficio de sus ensayos anteriores, como enseñanza o como advertencia” (Herbart 1983:5)
Dewey modificará (casi un siglo después de Herbart) el rol predominante y hasta cierto punto directivo que el educador mantiene en las proposiciones del pensador alemán y, dentro de la misma lógica, hará del “interés del educando” [7] y de “la democracia”, el centro de toda su propuesta (Dewey,1995), entendiendo los intereses del los niños (educandos) como algo que no tiene valor “en sí” sino que “en realidad, los intereses no son sino aptitudes respecto de posibles experiencias; no son logros; su valor reside en la fuerza que proporcionan, no en el logro que representan” (Westbrook, 1993:291).
Freire, en un proceso similar al que antes recorrió Herbart de paso del idealismo al realismo (Sánchez-Valverde, 2007), incorporará, por un lado, el “carácter colectivo” de la educación, como en Herbart, y afirmará “nadie educa a nadie, – nadie se educa a sí mismo- los hombres se educan entre sí con la mediación del mundo” (Freire, 1970). Y por el otro, mantendrá la centralidad del partir del “interés del educando”, como en Dewey, pero elevará el proceso al ámbito de lo socio-político, en una circunscripción donde la emancipación (autonomía), el empoderamiento individual y social tienen una importancia fundamental, entendida como “la recuperación del destino, críticamente, como proyecto” (Fiori, 1970).
Vigotsky (1978) aportará desde la psicología, dentro ya del constructivismo social, el concepto de “Zona de Desarrollo Próximo (ZDP)”, que implica que “se aprende con la ayuda de los otros”. Es decir se aprende en el ámbito de la interacción social. La ZDP surge generalmente como el contexto para el “crecimiento a través de la ayuda” (Frawley, 1997).
Bruner (1972, 1978 y 1988), retomará las teorías socio-históricas de Vigotsky y las desarrollará y complementará con la teoría del “aprendizaje por descubrimiento” (la inmersión del educando en situaciones de aprendizaje problemáticas, para que aprenda descubriendo) y el concepto de “andamiaje” (relacionado con el de ZDP de Vigotsky), y que tanto se asemeja al proceso de descodificación-codificación de Freire, que se define como un proceso que capacita al educando a resolver un problema, a realizar una tarea o alcanzar una meta que no lograría sin recibir ayuda y que tiene como eje situar la definición de la tarea a realizar un poco por encima de la capacidad actual del educando.
Finalmente, y ya dentro de las propuestas pragmáticas, Ghiraldelli aporta al mundo de la pedagogía desde el ámbito filosófico, en un lenguaje sencillo y complejo a la vez y relacionadas con el “giro narrativo” de Richard Rorty, afirmaciones como esta:
“… el trabajo educativo es un proceso de identificación entre los problemas de la vida de los estudiantes (educandos) y los problemas que presentan los medios de material cultural. Los profesores (educadores) supervisan, al final, la producción social, cultural y la acción política [resultado del proceso] ” (Ghiraldelli, 2000).
Y “en lo que refiere a los resultados del proceso” nos dirá “el profesor (educador) debe prestar atención a las metáforas. Las metáforas, como dice Rorty, son indicativos de oportunidad de inventar nuevas reglas y nuevos derechos en la democracia” (Ghiraldelli, 2000).
Por otro lado, de manera complementaria, desde mitad del siglo XX se ha producido en el discurso de la educación social (en su manifestación como educación especializada), la incorporación de otra importantísima aportación, que llegará esta vez desde la “pedagogía terapéutica institucional” (Tosquelles,1992 y Julià,2007), deudora de las influencias de Lacan. Su mentor en su llegada hasta nosotros será, entre otros, Antoni Julia, quien explica como esta aportación surge dirigida a lo especial (compensación y especialización) y como también está centrada en una tríada o relación ternaria (en la triangulación, como decía Antoni Julià), en la que la institución asume contenidos culturales.
“Siendo el primer impulso la función materna. Si se queda aquí, si la relación se queda aquí, en la acogida, la relación acontece psicógena. Tiene que haber una función paterna, limitadora, que una estos dos lados del triángulo y que, al mismo tiempo, desenganche del acogimiento con la función limitadora.
…/… se nos habla de la necesidad de que en las estructuras institucionales, la relación entre los educadores y los chicos y la estructura que rodea toda la institución debe tener estas dos funciones, con diferentes formas y en diferentes momentos…” (Julià, 2007).
Después de este todo este recorrido, podríamos afirmar que los educadores actuarían así, en otra sugerente formulación, como estimuladores para la construcción y/o reconstrucción de “la narración de la vida” de las personas con las que actúan (Sennett, 2009). Y como factores de emancipación de las personas, grupos, comunidades, etc., facilitando la emergencia de lo que Freire denomina “lo inédito viable”.[8]
La función del educador y educadora social, concretada en el hecho educativo, sería la de posibilitar la emergencia del espacio “no sólo físico: también emocional, relacional, afectivo, etc.” (Bárbara, 2009), la “descodificación” de la experiencia biográfica, grupal, social (y su expresión simbólica) “para que pueda emerger una nueva recodificación” (Freire, 1992; Guerau de Arellano, 1985),[9] ofreciendo así nuevas oportunidades que rompan la dinámica de la “asignación de destinos” (Núñez, 2007).
El vínculo educativo, parte así ineludiblemente de la asimetría de la posición del educador, situación que ha de saber manejar desde “el respeto” (Sennett, 2003) y desde la ética para hacer emerger la simetría
Y se da dentro de la relación educativa presentada, como ya hemos adelantado, por Herbart (1983) como “una relación ternaria entre agente, sujeto de la educación, y los contenidos objeto de la cultura”.
Podríamos decir, avanzando un poco más, que la relación educativa no es otra cosa que “esa relación comunicativa especializada, intencional (por parte del educador/a), sujeta a una planificación, que incorpora una acción y de la que se valoran (técnica y profesionalmente) sus efectos”.
Surgiría así una primera posible pregunta, pudiéndose objetar que la definición de educación social que se aporta y se defiende NO es la que se utiliza habitualmente…, que no es aquella que define la educación social como “un derecho de ciudadanía” o como “una profesión”, como una práctica profesional. Y que hasta en la misma acepción que los profesionales de ASEDES-CGCEES (2007) han acordado para definir la educación social,[10] se hace referencia explícita a ese carácter de profesión.
Sin afán de abrir aquí un debate sobre la virtualidad de esos documentos profesionalizadores que, como fruto de procesos participativos, de consenso y acuerdo, son lugar y referente común de la educación social en estos momentos, quizás deberíamos recordar que “la profesión es una construcción social cambiante” (Caride, 2002: 93 y ss).
Resulta evidente que los educadores y educadoras sociales son profesionales de la educación social, de la misma manera que un médico es un profesional de la medicina, o un ingeniero de la ingeniería. Pero el ejercicio profesional no es lo que los define substantivamente. Al igual que no es lo mismo “médico que medicina”, ni “ingeniero que ingeniería”, etc. En todo caso la profesión, como aplicación, es lo que los adjetiva en cada momento socio-histórico. Y “el educador/a social” sería así un profesional.
Pero pasa es que no es lo mismo la parte que el todo.
Porque lo que substantivamente los hace educadoras y educadores sociales es lo que tiene que ver con el “hecho educativo”, del que hablábamos y el cual delimitábamos antes, hecho o acto que se da en esa personalísima relación que establecen con las personas. El hecho de ser profesionales no es substantivo, es un adjetivo. Y en consecuencia, el “marco teórico y discursivo de identidad” de referencia y de inscripción para la reflexión, el núcleo que debería servir para el análisis de las realidades concretas de cada momento en el devenir como actuantes de la educación social (preguntas o dilemas tales como, por ejemplo: ¿por qué se ha de, o no, firmar informes sociales?, ¿es evaluable la acción socioeducativa?, etc.), ha de ser ese: la relación con la función como educadores y no tanto el espacio o encargo social y/o profesional en el que en cada momento histórico estén inscritos.
Luis Pantoja e Iñaki Rodríguez (2001:94) nos lo recuerdan, al presentar este componente como uno de los principios generales a la hora de realizar su propuesta de código deontológico:
“… el educador social es ante todo y esencialmente educador. Por esto en sus intervenciones educativas debe procurar siempre la aproximación directa y humana hacia las personas con las que trabaja”.
O en palabras de Jaume Trilla (1996:41): “En la expresión educación social, el adjetivo nos indica que estamos ante un tipo o una clase de educación; que estamos ante una parcela del universo de la educación”.
Definir la substantividad de la educación social y de las educadoras y educadores sociales en el hecho educativo puede tener además otra consecuencia: la de recuperar en nuestras latitudes la posibilidad de que sean los propios actores quienes puedan analizar su acción (práctica más reflexión) y reconocerse como creadores de saber, rompiendo la dicotomía que opera actualmente en nuestro país[11] y que diferencia entre educadores (prácticos) y pedagogos (que generan teoría al analizar las prácticas de los otros). Póngase atención: no decimos entre “educación” y “pedagogía”.
La reclamación de una “práctica reflexiva” (Cercós, 2010) ha sido uno de los componentes recurrentes de la educación social desde sus inicios. La necesidad, inherente a la propia educación social de no quedarse en la acción por la acción, en el practicismo, y el interés por “reflexionar” para extraer los componentes teóricos y realizar a la vez una formación continua que actualice los aprendizajes del proceso de cualificación de base, están presentes ya en los textos más clásicos de la tradición de la Educación Social de nuestro país (los relacionados con el Centro de Formación de Educadores Especializados de Barcelona) y en los discursos de Julià o Guerau (repitiéndose hasta la saciedad).
La educación, el hecho educativo, se manifiestan en diferentes articulaciones y se dan en diversos momentos. Tienen un carácter poliédrico. Hay un primer momento de diseño, de “programación”, de dibujo de la acción, intervención o relación, en el que el educador prepara, intencionalmente, una determinada situación de interacción con el educando, grupo, etc. El segundo momento, de mucha más intensidad, es el referido a la propia relación comunicativa con el educando, el grupo, etc., la propia “acción” y es una situación de eminente contenido práctico. En el tercer momento, el contacto ya no es tan directo y se podrán observar y “valorar” determinados efectos de la acción (aprendizajes, incorporación de recursos, etc.) en un espacio valorativo. Y desde la “reflexión” sobre todos estos momentos anteriores (programación, acción, evaluación), podremos detectar e identificar los procesos exitosos y tratar de entenderlos, desde explicaciones teóricas ya existentes o desde correlaciones innovadoras. [12] Este sería el momento de investigación, el momento científico y pedagógico en definitiva.
Un momento al que se llega porque el educador social sigue un proceso de este orden (Úcar, 2001:77):
Y nos recuerda también Xavier Úcar que el espacio en el que se produce esta descodificación y sistematización del conocimiento profesional experiencial es posterior a la intervención, en espacios de reflexión, de formación, de “compartir”, etc.
Los educadores sabemos que cuando estamos reflexionando sobre el hecho educativo “estamos haciendo pedagogía”.[13] Pero no dejamos de ser educadores para convertirnos en otra cosa. Son distintos momentos de una misma disciplina, de un mismo oficio.
Así pues, la posibilidad de diferenciar esos momentos no debería condicionarnos o impelernos a descubrir o dibujar “agentes” diferenciados para cada uno de ellos, asignándoles encargos y funciones que puedan llevar a separar lo educativo entre multiplicidad de perfiles especializados, con nomenclaturas y lugares diferentes en el concurso social, profesional o académico.[14]
Y definir la Educación Social sólo como profesión puede hacernos caer en ese espejismo. ¿Qué objeto le quedaría a la pedagogía si la educación social es una profesión? ¿Estudiaría las prácticas profesionales? Quizás sea este enfoque el que haya derivado en esa cascada de trabajos (que aquí no revisaremos) que intentan definir lo profesional desde lo académico.
Esa dicotomización dualista que asigna roles diferentes a diferentes agentes, además de significar una traslación, quizás no consciente, de la categorización, de larga tradición histórica, que Platón realiza de los ciudadanos en trabajadores manuales, guardianes y filósofos, entra en confrontación con lo defendido por otras tradiciones en las que no sólo desde la función intelectual se puede crear saber, siendo también desde los oficios en los que “los artesanos” devienen científicos con sus manos (Sennett, 2009).
Así, defendemos aquí que, un educador o educadora social ha de estar facultado para poder responder y actuar en cada uno de esos momentos que antes delimitábamos: programación (diseño), acción (relación), valoración (evaluación), reflexión (pedagogía).
Por otro lado, si revisamos qué pasa en otras disciplinas veremos que así acostumbra a ser también en ellas. La medicina, por ejemplo, se define a la vez como “ciencia y profesión”. Al igual que la arquitectura, la ingeniería, la psicología, etc. Y no hay diferentes “nombres”, perfiles, funciones, encargos etc., para aquellos que se dedican a la investigación. Claro que hay médicos, ingenieros arquitectos, psicólogos, etc. que optan por un recorrido y una dedicación sociales más centrados en la producción científica, en la reflexión e investigación, pero no por ello dejan de ser médicos, ingenieros, arquitectos, psicólogos, etc. para convertirse en otra cosa.
Algunas de las definiciones que se han ido dando a la Educación Social, reflejan ese “debate” tanto en el ámbito español como europeo. Otras, recogen ya este carácter poliédrico, polisémico, que sería interesante incorporar en una definición socialmente aceptada y consensuada.
En esta dirección, Fermoso Estébanez (2003) utiliza el término “Ciencia de la Educación Social” que puede tener varias acepciones: como teoría científica sobre la Educación Social, como asignatura o disciplina académica y como praxis profesional ejercida con intervenciones técnicas.
Hämäläinen (2003) nos acerca a la inexistencia de un común acuerdo en el empleo del término “social pedagogy” a nivel europeo:
“El concepto de Pedagogía Social es usado en diferentes contextos con diferentes significados: Como una tradición de pensamiento y acción en los cuales los puntos de vista sociales y pedagógicos están combinados, como un campo de actividades profesionales desarrolladas desde esta tradición, como una rama de estudio en las ciencias sociales y educativas y como una disciplina académica. Estos usos están conectados entre sí según el contexto, aunque existen interpretaciones de la Pedagogía Social que le son exclusivas”.
Pero cuando se trata de llegar a consensos, la definición de Educación Social que aparece en la “Plataforma Común para las Educadoras y los Educadores Sociales en Europa” (AIEJI, 2005)[15] es:
“… la teoría de cómo las condiciones psicológicas, sociales y materiales, y diferentes orientaciones de valores promueven o dificultan el desarrollo y el crecimiento, la calidad de vida y el bienestar del individuo o del grupo”.
Y la que se acuerda en nuestro ámbito social y geográfico (España), en los documentos profesionalizadores:[16]
” Derecho de la ciudadanía que se concreta en el reconocimiento de una profesión de carácter pedagógico, generadora de contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, que son ámbito de competencia profesional del educador social, posibilitando:
Ninguna de estas dos posiciones de consenso (la de la AIEJI o la de ASEDES-CGCEES) recogen toda la pluralidad de la Educación Social. Pero quizás, una definición que agrupe las dos, sí que la representaría mejor. Así, sería interesante pensar en una definición que recoja, como mínimo, tres componentes o acepciones semánticas:
Podría proponerse así una definición, que intenta ser sintética, de este tipo:
“La educación social es:
Y añadimos una última aclaración: para muchos de nosotros, educadoras y educadores sociales, la cuestión no sería el nombre bajo el cual actuamos (haríamos lo mismo bajo una denominación de “pedagogos sociales” como sucede en muchos países europeos), sino en el hecho de la parcelación (o mutilación, desde otra mirada) que significa despojar a la educación social y, sobre todo, a los educadores y educadoras sociales, de la capacidad de actuar también en ese momento o manifestación científica (pedagógica), asignando esa función y cometido a otros agentes sociales.
Todo ello dicho y propuesto como vía para poder abrir un debate/reflexión que nos ayude a llegar a consensos que eviten tener que realizar un laborioso proceso de clarificación temática anterior a cada aportación y en cada encuentro comunicativo.
En definitiva, quizás lo que pase sea que convendría reflexionar más sobre si la pedagogía social y la educación social no son manifestaciones o momentos de la misma cosa.[17]
Y abundar, profundizándolos, en caminos que nosotros saludamos y celebramos como los que se vislumbran en las manifestaciones de José Ortega Esteban, José Antonio Caride Gómez y Xavier Úcar Martínez (2013), donde se detectan actitudes de generación de espacios de complementariedad, de complicidad y de alianza, superando algunos discursos centrados en la subsidiariedad.
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[1] Xavier Cacho Labrador es educador social en un CRAE (Centro Residencial de Acción Educativa para infancia en riesgo de exclusión social). Ha investigado sobre la construcción de la profesión de Educación Social y ha sido profesor de Educación Social en la UAB (Universitat Autónoma de Barcelona)
Carlos Sánchez-Valverde es también educador social en un CRAE, doctor en Pedagogía y profesor de Educación Social en la UB (Universitat de Barcelona).
Jordi Usurriaga Safont es educador social, Director técnico en centro de acogida para personas con VIH que padecen exclusión social y profesor de Educación Social en la UB (Universitat de Barcelona).
[2] Para comprobar algunas de las diferentes acepciones con la que opera la Educación Social, acceder a Fermoso (2003: 66-67) quien realiza una labor de recogida bastante exhaustiva. Recordar también que una de las primeras veces que aparece esta locución, “educación social”, lo hace en su carácter asimilable a la educación cívica y ciudadana (Petrus, 1989).
[3] Ver los trabajos de Xavier Cacho (1998 y 1999). Y en otro orden: Gutiérrez Nieto (s.f.) y Merino Fernández (1997).
[4] Ver respectivamente, ASEDES-CGCEES (2007). Documentos Profesionalizadores, página 12. y AIEJI (2005). Marco Conceptual de las Competencias del Educador Social, página 7. Curiosamente las dos definiciones se han asumido desde procesos de consenso de los educadores y educadoras sociales.
[5] En su libro La vida pedagógica, de 1985.
[6] Faustino Guerau de Arellano dedica en La vida pedagógica (págs. 83-93) un apartado a definir el hecho educativo. Después de un camino de circunscripción, clarificando aquello que NO es el hecho educativo (no es: proceso antropogenético, cualquier estructuración, maleabilidad, transmisión cultural a través de la instituciones, didáctica, identificable con ningún sistema cultural, proceso de socialización, etc.), realiza una contextualización del mismo, ubicándolo en la realidad objetiva biológica estricta: Fisiología; en la realidad objetiva evolutiva individual: Psicología; en la realidad objetiva social concreta: Sociología. Y delimita las 3 condiciones inexorables del hecho educativo: positividad, esencialidad y libertad.
[7] John Dewey, hablando de la educación como necesidad de la vida, nos dirá: “Los seres recién nacidos no sólo desconocen, sino que son completamente indiferentes respecto a los fines y hábitos del grupo social, que ha de hacérselos conocer e inspirarles interés activo hacia ellos. La educación, y sólo la educación, llena este vacío”. (Dewey, 1995: 15).
[8] Es muy interesante profundizar sobre el concepto de “lo inédito viable” como respuesta a situaciones límite o problema que Freire plantea en Pedagogía del oprimido.
[9] Utilizando la terminología del método que Paulo Freire, concepto delimitado en sus obras Pedagogía del oprimido y sobre todo en su revisión Pedagogía de la esperanza.
[10] ASEDES-CGCEES (2007), Documentos Profesionalizadores, página 12.
[11] Éste no es un debate general ni europeo, por ejemplo, donde la mayoría de las veces se denomina a los educadores y educadoras sociales “socialpedagogos” (CGCEES, 2013).
[12] Estos cuatro momentos aquí expuestos coinciden con las cuatro fases que integran el proceso metodológico dinámico y cíclico de la investigación-acción: planificar, actuar, observar y reflexionar (Elliott, 2000 y Kemmis; McTaggart, 1988).
[13] Cuando en los cursos 1984-85 y 1985-86, un grupo de educadores especializados nos reuníamos en Barcelona bajo la dirección de Faustino Guerau de Arellano, quincenalmente, a reflexionar sobre nuestra práctica educativa denominábamos ese espacio con el nombre de “Seminario de Pedagogía”. (Bastús, 2013).
[14] Gloria Pérez Serrano nos dirá: “Aunque, en ocasiones, se utilizan indistintamente los términos Pedagogía Social y Educación Social, conviene indicar que la Pedagogía Social es una ciencia, y que la Educación Social constituye su ámbito de intervención.” (2010:10). Y Constancio Mínguez afirmará: ” la Pedagogía Social puede concebirse como disciplina teórica que reflexiona sobre la Educación Social, que es la expresión de la praxis y de la actividad de unos profesionales, los Educadores Sociales.” (2004:31) (la negrita está en el original). Ver también, en la misma línea, Susana Torío-López (2006).
[15] Ver el Marco Conceptual de las Competencias del Educador Social, página 7.
[16] ASEDES-CGCEES (2007), Documentos Profesionalizadores, página 12.
[17] Siguiendo la estela de lo que plantea Caride (2002:100 y ss).